BENGASI. “¡No digas una palabra, no hables con nadie del tema o Trípoli os dejará sin medicinas! Muammar (Gadafi) va a volver y te castigará”, Ibrahim Eloreibi no quiere que Zaki Soultany hable de la muerte de su hijo Ashur, uno de los niños infectados de VIH en el hospital pediátrico de Bengasi en 1997. La madre sostiene la foto de pequeño en sus manos. Murió el 21 de mayo de 2005 cuando tenía ocho años. La pesadilla del VIH se cebó con esta familia ya que otra hija, Mona, también resultó infectada y la misma Zaki es portadora del virus tras ser contagiada por su pequeño. “Ahora estoy en tratamiento y necesito que envíen las pastillas de Trípoli, pero ya he sufrido bastante y quiero hablar. No tengo miedo, después de todo lo que me han hecho no puedo sufrir más”.

En el verano de 1997, 436 niños de Bengasi que fueron ingresados en el hospital infantil de la ciudad resultaron infectados con el virus de la inmunodeficiencia humana (VIH). De ellos al menos sesenta ya han muerto. Libia acusó a las enfermeras búlgaras Kristiana Valcheva, Snezhana Dimitrova, Valya Chervenyashka, Valentina Siropulo y Nasya Nenova, y el médico Ashraf Juma Hajuj, de origen palestino, de inyectar intencionadamente sangre contaminada con el virus a los niños y tras un proceso de ocho años les condenó a muerte. Posteriormente todos los prisioneros fueron liberados gracias a un acuerdo logrado con la Unión Europea, por medio del cual Bruselas se comprometió a brindar asistencia médica al país africano. Los acusados salieron del país y el tema quedó cerrado de cara a la opinión pública.

Cada familia recibió un millón de dólares (unos 720.000 euros al cambio) por hijo infectado y “nos obligaron a firmar un papel en el que nos comprometíamos a dar por zanjado el caso”, recuerda Zaki sin soltar la foto de su pequeño. Firmaron y cobraron, pero no pueden olvidar lo ocurrido y quieren saber la verdad. En el hospital infantil el nuevo director pide mantener el anonimato y prefiere no hablar del tema “hasta dentro de un mes, cuando se solucionen los problemas que ahora mismo tiene el país”. El miedo a la vuelta de Gadafi atenaza a profesionales y familias que han vivido bajo la vigilancia del régimen los últimos catorce años. “Se trata del mayor escándalo a nivel internacional de Gadafi junto a la tragedia aérea de Lockerbie en el Reino Unido, Libia estuvo a punto de ejecutar a todo el equipo médico extranjero después de un proceso judicial eterno y muy poco creíble”, piensa el veterano periodista local Ibrahim Benomran, que cubrió el caso y ve “la mano del régimen en todo lo ocurrido, es imposible que hubiera ocurrido algo así sin estar preparado por ellos”.

El ‘Ronaldo’ de Bengasi
Mohamed Mahmoud muestra fotos y más fotos de Cristiano Ronaldo en su móvil. Frente a la puerta de su casa una pintada que reza 0-5 le recuerda cada día la humillación sufrida por los blancos a manos del Barça el último derbi. “La hizo mi hermano pequeño, que es culé”, asegura mientras calma a su perro Rai, un pastor alemán de gran tamaño alterado por la presencia de desconocidos. Mohamed trata de imitar al astro blanco en su forma de vestir y en el peinado, “es único” repite emocionado. Tenía ocho años cuando sus padres le ingresaron en el hospital debido a un acceso febril. “No recuerdo nada de aquellos días, sólo el revuelo que se montó a los pocos meses y los viajes al extranjero, a Italia”, confiesa.

Sirven zumo de melocotón y café turco y el padre de Mohamed repasa aquellos días en los que “las protestas por parte de todas las familias fueron tan fuertes que el mismísimo Gadafi nos convocó a una reunión en su ‘jaima’ en la localidad de Sirte”. Fue a comienzos de 1999, unos meses después de la infección masiva, y los padres de las criaturas departieron durante una tarde con el líder. “Nos dijo que nos daría todo lo que pidiéramos, pero que debíamos estar callados”, apunta el padre de Mohamed.

“Las madres esperamos fuera, sin mucha esperanza. Recuerdo que uno de sus más cercanos se aproximó a nosotras sonriendo y nos preguntó por qué llorábamos y hacíamos tantas preguntas, ¿acaso preguntábamos a nuestro padre algo si nos levantaba la mano?”, narra Zaki, que luce una bandera tricolor rebelde en sus hombros como señal de su oposición al régimen. A partir de esa reunión empezaron los viajes a Europa para recibir tratamiento –estancias de hasta un año en Italia y Francia principalmente-, y el tira y afloja con la administración para el cobro de una indemnización que no llegó hasta hace un par de años. “A mí me correspondieron dos millones, uno por Ashur y otro por mi hija Mona. La mitad lo repartí entre los pobres y el resto lo dediqué a construir una casa. Cada vez que la veo ahora maldigo el dinero con la que la pude pagar”, lamenta con rabia Zaki.

Mohamed dejó la escuela “porque estaba harto de que todos me señalaran como un apestado”. Ayuda a su hermano en su negocio de venta de móviles y sueña con emigrar a “un país lejano, donde no haya árabes”. Su padre rompe un silencio de catorce años para intentar encontrar al verdadero culpable de la infección. “Gadafi odia Bengasi y hay rumores de que el plan inicial era infectar a toda la ciudad para acabar con nosotros de una vez para siempre”, confiesa el padre de Mohamed que lamenta “la nula independencia de la Justicia en este país ya que al final se hizo lo que a Gadafi le dio la gana y los que parecían culpables fueron enviados de vuelta a sus países”. Esta liberación le lleva a pensar que “todo fue un montaje del régimen, creo que se les fue de la mano algún experimento que tenían en marcha sobre armas químicas al intentar probarlo en seres humanos”.

Las enfermeras y el médico acusados confesaron su culpabilidad “después de sufrir torturas”, según declararon tras salir de Libia y aseguraron que la infección se produjo debido a las condiciones de higiene del hospital, tesis respaldada por expertos médicos internacionales, que consideraban que el virus circulaba por el hospital antes de la actuación de estos sanitarios.

Las víctimas de aquel verano siguen pagando las consecuencias de una infección que sigue sin una explicación clara y ahora desde Trípoli reciben el chantaje de las autoridades sanitarias que les exigen que viajen hasta la capital para mostrar su fidelidad a Gadafi si quieren seguir recibiendo los medicamentos. Un camino imposible marcado por los combates entre el ejército rebelde y las fuerzas de un líder que pese a estar entre las cuerdas, causa terror entre muchos ciudadanos que saben de lo que ha sido capaz en las últimas cuatro décadas.