BENGASI. “No me lo puedo creer, estoy dentro de la fortaleza de Gadafi”, Aidam no pierde detalle. Su casa está muy cerca, en un sexto piso desde donde fue testigo de lujo de la batalla por Bengasi. “La caída de la ‘Qatiba’ fue el símbolo, la señal de que el régimen había acabado para nosotros. Pero todos estos edificios quemados no son obra nuestra, fueron los propios hombres de Gadafi quienes les prendieron fuego para luego acusarnos de vándalos”, asegura Ahmed, trabajador de una planta petrolífera que pasea por la plaza en la que el líder acostumbraba a dar sus discursos cuando visitaba la ciudad.

La ruta auténtica por este museo de la dictadura que es una mezcla entre base militar y hotel balneario situado en pleno centro comienza por la puerta frente a la que se inmoló Mehdi Mohamed, el padre de familia de 46 años que se lanzó con su coche cargado de bombonas de gas contra la fortaleza y abrió un hueco que la multitud aprovechó para empezar la conquista. El Kia, modelo de 2007, descansa calcinado junto a una pintada que reza “el mártir de la revolución”.

No hay pared sin mensaje escrito a espray contra el dictador. “Libertad”, “vete para siempre”, “final de la partida”, escritos en inglés y árabe, decoran unos muros blancos que se han convertido en altavoces de la población. “Vengo para ver lo bien que vivía con todo el dinero que nos ha robado”, dice un padre de familia acompañado de sus dos hijos pequeños y su esposa. Ellos empiezan el recorrido por el palacio del dirigente, reducido por las llamas como el resto de los edificios. Restos chamuscados del mobiliario son las únicas huellas de un resplandor pasado que los vecinos quieren pisar. “Es como despertar de una larga pesadilla, hay que traer aquí a los más pequeños para que lo vean y no olviden lo que hemos sufrido”, pide un abuelo frente a sus nietos que cantan eslóganes revolucionarios ante las cámaras de los teléfonos móviles de la familia.

Búnkeres y túneles
Junto al morbo que despierta la casa de Gadafi, son las mazmorras subterráneas y los túneles donde se guardaban arsenales de armas los lugares más transitados. “Yo pasé aquí un mes atado de pies y manos”, recuerda con emoción Mansour Jaber mientras baja los escalones hacia una de las mazmorras. “Recuerdo estas baldosas, recuerdo los golpes en las rodillas…”, repite mientras pasea hacia un enorme boquete abierto en uno de los extremos que da directamente a la superficie. Como Mansour, miles de ex presos acuden a este lugar en peregrinación para ver el lugar en el que pasaron los peores días de sus vidas.

Puertas blindadas de color verde son la señal del acceso a los depósitos de armas. Gente de paisano provista de linternas se afana en vaciar el arsenal para “llevarlo hasta algún cuartel militar”, señalan cuando se les pregunta sobre el paradero de las cajas y cajas de armamento y munición que se llevan en unos coches cargados hasta los topes. Otros dejan las armas y se dedican a explorar unos túneles que se han convertido en objeto de todo tipo de rumores y leyendas urbanas.

A pie o en coche, en familia o en solitario, gente de todo el este de Libia se acerca hasta el que fuera auténtico símbolo del poder de Trípoli hasta hace pocas jornadas. “Desde aquí nos disparaban cada tarde cuando tratábamos de llegar al cementerio a enterrar a nuestros muertos, mercenarios y agentes del régimen masacraron a la población civil con total impunidad protegidos por estas paredes, muerte para ellos”, grita con rabia un padre de familia exaltado. Mañana y tarde, no importa. Por encima de cualquier otro lugar, la fortaleza de Gadafi calcinada es ahora el símbolo de la nueva Libia que se quiere levantar desde las cenizas a las que han quedado reducidas cuatro décadas de despotismo.