TEHERÁN. “Su visado está listo”. La llamada es en sábado, día festivo en Siria, y al otro lado del teléfono está el señor Hasani, funcionario de la embajada de Irán en Damasco que llama para informar de que tengo permiso para regresar a la república islámica para cubrir el 35 aniversario de la revolución. 23 meses después de mi último viaje y tras insistir todos los meses obteniendo solo el silencio como respuesta, llega la luz verde de Teherán.
Desde la capital siria hay vuelos diarios a Teherán, “pero son para diplomáticos y asesores iraníes”, informan en la legación del principal socio regional de Bashar Al Assad. En la ventanilla del consulado me especifican que se trata de aviones chárter de compañías rusas que aterrizan en el aeropuerto internacional de Damasco. Hay también la posibilidad de intentarlo con Syrian Airlines, pero en su oficina central, próxima a la estación damascena de Hyjaz, me invitan a viajar a Beirut porque “el vuelo sale una vez a la semana, cuando se completa el pasaje”. La carretera al aeropuerto ya es segura, pero la mayoría de sirios opta por cruzar la frontera libanesa antes de arriesgarse a la lotería de los vuelos de la compañía nacional.
Así que hay que ir a Beirut y e investigar la nueva localización de la compañía Iran Air, que debido a motivos de seguridad ha dejado su mítica oficina de la calle Hamra, principal arteria comercial de la ciudad. Los billetes tampoco se pueden comprar por Internet ya que Iran Air está fuera del sistema Amadeus y la única alternativa es acercarse hasta su oficina, ahora camuflada bajo el nombre de “East Star” en Dahia, bastión de Hizbolá. Tras pagar en efectivo y mostrar una reserva de un vuelo de regreso de Teherán a Bilbao, se retira un billete a la antigua usanza, en papel y forrado por la carpetita azul de la compañía.
“A las cuatro en el aeropuerto”, recomienda Fátima antes de desear “buena suerte” al viajero. La necesitará, sobre todo si es tan aprensivo como yo a los aviones de compañías de dudosa reputación. El vuelo llega antes de tiempo y a las 18.35 el embarque ha finalizado. Un imponente Airbus 320 de los años ochenta, según un azafato llamado Niko, espejo de las sanciones que sufre el país, calienta motores para recorrer las dos horas y media que separan Beirut de Teherán. Moqueta azul desgastada, asientos con la espuma a la vista, televisión negra de plasma recién colocada en la parte frontal para emitir un reportaje infumable de una provincia iraní, petachos en las alas de disntitos colores… el viaje no invita al placer, pero transcurre con calma.
Tras un aterrizaje perfecto los policías remiran el pasaporte del periodista y, tras dejarlo para el final de todo el pasaje, estampan el sello de entrada. Prueba superada en un control en el que en 2010, pese a viajar con visado, me deportaron y acabé en Frankfurt en medio de la nube volcánica que me obligó a hacer un tour europeo para regresar a casa en autobús y tren desde Alemania.
Tras retirar el equipaje es momento de cambiar dinero, “pero no lo haga aquí, que el cambio es muy inferior al de la calle”, aconseja el empleado del Banco Melli (nacional) de la terminal. En la parte de salidas hay una pequeña casa de cambio haciendo esquina en la que dos jóvenes excesivamente maquilladas lamentan que solo les quedan riales para cambiar 20 euros, lo justo para el taxi y una tarjeta de teléfono local.
Dos retratos enormes de Jomeini y Jamenei presiden el edificio que da la bienvenida a todos los viajeros. En los últimos años ha habido muchos cambios internos en la república islámica y desde noviembre se habla incluso cara a cara con Estados Unidos, pero los dos ayatolás siguen recordando quién manda.