“Vuelva usted mañana”. Mohamed no parece dispuesto a terminar el trámite. Han pasado las cuatro de la tarde y la persona responsable de registrar los pagos en palacio de justicia de Abdin termina su turno de trabajo a las dos. Tras pagar la tasa correspondiente se recibe un número que es “imprescindible” para sacar cualquier copia de un documento de las oficinas. Mi avión sale a las once de la noche y necesito la denuncia de un robo sufrido el domingo por la noche para poder dar parte a mi seguro en España. Este palacio de justicia es la última parada después de 48 horas de visitas a dos comisarías que se echaban el muerto la una a la otra sin aportar soluciones y sin ser capaces de decir dónde se encontraba físicamente la denuncia a la que solo había que hacer una copia y compulsarla para terminar el problema.

Cuando uno se dirige a la administración en Egipto tiene dos opciones. Desesperarse y perder horas, días, semanas y meses en colas y trámites sin sentido, o incentivar a los funcionarios que a cambio de diferentes sumas de dinero son capaces de hacer el trabajo que no hacen a cambio del sueldo que les paga el estado. “No es un soborno, aquí las cosas funcionan así y se trata de una tasa más que debemos pagar si queremos hacer un trámite”, explica Mustafá, mi traductor que, como persona muy próxima a los Hermanos Musulmanes, sabe que la religión no le permite sobornar. Tampoco la ley anti soborno en vigor desde la época del antiguo régimen, pero que nadie aplica y que puede conllevar penas de hasta tres años de prisión. “En las reuniones de la hermandad se está planteando seriamente desplegar observadores en las oficinas de la administración pública para terminar con estos peajes forzosos”, explica Mustafá antes de emprender un proceso que uno sabe cuándo empieza, pero no cuándo termina y a cambio de cuánto dinero.

La noche que Mohamed Morsi ganó las elecciones de forma oficial, uno de los miles de egipcios que acudieron a celebrarlo a la plaza de Tahrir tuvo un doble motivo de fiesta porque volvió a su casa con un cotizado iPhone 4S, propiedad hasta entonces de este periodista. De la plaza salí hacia la comisaría más próxima para poner la denuncia correspondiente. Eran las dos de la mañana y en el puesto policial de Taalat Harb tres jóvenes con las manos ensangrentadas esperaban en una esquina medio adormilados tras una noche de pelea. Un agente de paisano y con la cabeza rapada chapurreaba inglés. Con paciencia y la intermediación telefónica de Mustafá, ya en la cama tras un día larguísimo de éxtasis en la plaza, hicimos la denuncia que el oficial de turno se encargó de pasar a limpio con todos los detalles necesarios. Firmó el papel, pero como el robo tuvo lugar en Tahrir me informó de que el sello final lo tenían que poner en la comisaría de Qasr al Nile. Ellos mismos se encargan del envío de una comisaría a otra, aseguró antes de colocar la denuncia dentro de una carpeta de cartón marrón que pasó a engrosar la columna de carpetas de uno de los laterales de la sala. “Pase usted mañana por la otra comisaría y le darán su copia”, dijo el oficial al despedirse, según la traducción del agente rapado.

Al día siguiente la resaca electoral llevó a dos taxistas hasta la comisaría. Un oficial vestido de uniforme escuchaba con estoicismo los insultos que ambos se proferían. Pasados unos minutos, el agente se pone en pie y agarra del cuello al conductor que más cerca gritaba de su oreja. A golpes le lleva a una habitación cercana y le empuja a su interior desde donde llegan gritos y, finalmente, un llanto profundo. “Disculpe la situación”, me dice el oficial antes de escuchar mi caso. Mira el libro de registro donde aparece mi nombre y me comunica que la denuncia ya ha salido hacia Qasr el Nile. Me apunta un número de referencia en un trozo de papel y me da los buenos días. La comisaría de Qasr al Nile está a apenas treinta minutos caminando, así que me dirijo a la cornisa del río y voy paseando hasta llegar a la Embajada de Italia, allí un agente de seguridad me indica que debo dejar el río y entrar en las calles de Garden City. Sin mucha dificultad llego a una mansión rosa reconvertida en comisaría. En la segunda planta decenas de personas se apelotonan frente a un funcionario que repasa detrás de sus gafas un libro enorme de registro. A duras penas llego a la primera fila, le entrego el número de referencia y, tras pasar dos páginas y mirarme a la cara. Hace el gesto internacional de negación y me dice que ese documento no ha llegado. Uno de los ciudadanos que espera me sugiere que vuelva a la comisaría donde he puesto la denuncia y pida más detalles.

Vuelta a Taalat Harb. Esta vez en taxi para no perder tiempo, aunque debido al atasco tardo más que a pie. El oficial no se sorprende demasiado al verme pasar por la puerta. Coge el trozo de papel y le añade un par de palabras en árabe. Para evitar nuevos viajes sin sentido, llamo a Mustafá que a partir de ahora cambiará su trabajo de traductor de periodista, por el de asesor de extranjero que se enfrenta a la administración egipcia. Con las nuevas instrucciones regresamos a Qasr el Nile. El turno de trabajo está a punto de finalizar, pero el funcionario de las grandes gafas se apiada del extranjero y decide revisar en sus libros siguiendo las nuevas instrucciones que figuran en mi trozo de papel. ¡Eureka! El documento ha llegado a esta oficina, pero lo ha remitido a la Justicia para abrir una investigación. Así que la denuncia ya no está en manos de la Policía. ¿No se puede conseguir una copia de alguna forma? Imposible, hay que preguntar al funcionario del registro para saber dónde se encuentra ahora mismo el original. En la primera planta un agente habla por dos teléfonos a la vez y sostiene otro libro enorme en sus manos. Lleva el bolígrafo en la boca y nos pide que nos sentemos. Diez minutos después deja los teléfonos y nos atiende. Revisa el trozo de papel, atiende las palabras de Mustafá y sigue con el boli caso a caso cada entrada y salida que se ha producido en la comisaría en las últimas horas. Tras una revisión exhaustiva encuentra el robo a un extranjero de un teléfono y nos dice que la denuncia ha sido enviada al palacio de justicia de Abdin y que ellos carecen de una copia.

El palacio de justicia es una mole de cemento. Un hombre come un bocadillo a las puertas y dentro parece que la jornada laboral ya ha terminado porque apenas se ve gente por los pasillos. Las denuncias de Qasr al Nile re reciben en la tercera planta, según nos dice uno de los empleados en las escaleras. Los ascensores no funcionan y hay que subir a pie. Una ascensión interesante que ayuda a comprobar la suciedad y dejadez del edificio. Ya en la tercera planta preguntamos en un pequeño despacho reconvertido en cafetería donde nos señalan una puerta al fondo del pasillo. Dos hombres descamisados descansan sobre lo que antaño fue un sofá y ahora mismo solo unas cuantas espumas mugrientas superpuestas. Intentamos tocar la puerta del despacho de los jueces, pero nos lo impiden. Les contamos lo que buscamos y se ponen en pie. Debido a la hora y a la premura no parece una tarea sencilla, pero harán todo lo posible por ayudarnos. Cogen el trozo de papel de la Policía y entran en el despacho de los jueces. Esperamos fuera tomando un café y Mustafá pide al camarero cambios de cien libras para poder tener billetes pequeños en el bolsillo. Al cabo de unos minutos nuestros amigos salen con la denuncia en la mano y empieza su ‘trabajo’. Bastaría con una simple fotocopia y un sello, pero hay que subir al ático del edificio para hacer una declaración jurada en una sala de archivo que parecen tener preparada para estas ocasiones. Uno de ellos, llamado Mohamed, repasa el documento de la Policía y me pide que jure que es verdad lo que allí figura. Hago el juramento en árabe y él copia palabra por palabra la denuncia. Calvo, de constitución delgada, pero con una tripa que sobresale entre los botones de su camisa blanca, pide a su socio que fotocopie mi pasaporte. No hay fotocopiadora en todo el palacio de justicia y hay que ir hasta una librería próxima. Tras media hora de trámite, todo parece terminado. “Esto tiene unas tasas que hay que pagar”, sentencia Mohamed que pide cinco libras por el impuesto. Pagamos la tasa y un extra de veinte libras por los servicios prestados, una cantidad que no le parece suficiente. Su socio regresa de la calle con las fotocopias, que une a las tres páginas de la denuncia policial y a las otras tres que ha rellenado Mohamed. Dejamos el archivo del ático y en las escaleras la pareja vuelve a solicitar una compensación por los servicios prestados. Esta vez son cincuenta libras, el mínimo para que todos los documentos crucen la puerta del despacho de los jueces. Otro café, otra espera de unos minutos hasta que salen los documentos originales que, lamentablemente, no se pueden sacar del palacio de justicia porque “la investigación del robo está abierta”. ¿No se puede hacer nada? Se puede. Existe la opción de sacar una copia de las seis páginas y compulsarla. Perfecto, eso es lo que buscamos desde el principio, pero Mohamed indica que el responsable de cobrar las tasas ya no está en su oficina y que hay que volver al día siguiente… o nos hace el ‘favor’ y él mismo nos hace el documento por el que la tasa se da por pagada y pasamos a recoger el número de referencia 24 horas después. Pagamos de nuevo por la misma tasa que ya hemos pagado anteriormente, además de otras veinte libras en concepto del esfuerzo extra de este funcionario con cara seria y tono de voz grave que, entre cigarro y cigarro, se dedica a “ayudar a los ciudadanos” y a meterse con el nuevo presidente del país, Mohamed Morsi. Cualquier cambio les suena a peligro para su negocio de extorsión cotidiana a gran escala.

Los seis folios vuelven a la fotocopiadora de la calle y el ayudante de Mohamed llama “tacaño” a Mustafá que esta vez le tiene que soltar otras cinco libras para que haga las copias. La denuncia fotocopiada y duplicada, la versión de la Policía y de la Justicia, ya está a falta tan solo del sello final. Mohamed nos lleva a un nuevo despacho donde montañas y montañas de papeles se amontonan a espaldas de un funcionario que juega al Tetris en un ordenador originalmente gris, ahora negro como el suelo de un taller mecánico. Nuestro guía se sienta, vuelve a repasar hoja a hoja, firma cada una y nos pide que le acompañemos a otro despacho donde se encuentra la joya de la corona, el sello de la república, el tampón más cotizado y que debe presidir cualquier documento oficial en Egipto. Sin muchos aspavientos, Mohamed unta el tampón en tinta de color rojo y los estampa en cada copia. Nueve horas y más de cien libras después, la batalla con la administración ha terminado. Ahora empieza el combate con la aseguradora española*.

*La historia ha terminado bien y tras presentar la denuncia me han cubierto lo estipulado en la póliza de hogar.