DAMASCO. Un oficial del Ejército tocó la puerta. En una mano traía un Kalashnikov nuevo y en la otra una caja con 90 balas. Abu Paul firmó la recepción del arma y entregó una fotocopia con su tarjeta de identidad al enviado de las fuerzas armadas. Inmediatamente se las ingenió para conseguir otras mil balas en el mercado negro. «Si a alguien se le ocurre atacar nuestra casa, es hombre muerto», repite este joven de 31 años con un Sagrado Corazón tatuado en un brazo.

Los militares repartieron «1.500 subfusiles de asalto» entre familias cristianas de Bab Touma y aquéllos que no recibieron un arma tuvieron la oportunidad de ir a solicitarla a la comisaría más próxima. Las dos condiciones exigidas por las fuerzas de seguridad eran haber cumplido el servicio militar y el compromiso de no sacar el arma de casa hasta que sea necesario. «Esto es nuevo en Damasco y se ha extendido a las aldeas de las zonas rurales donde operan milicias cristianas que apoyan al Ejército en la protección de las comunidades», asegura Abu Paul, contrariado porque «tenemos miedo de los salafistas y Occidente, en vez de ayudarnos, les da dinero para que nos asesinen, como en Irak». Junto a los cristianos, también miembros de la comunidad drusa consultados confirman el reparto de armas para la seguridad de barrios como Yaramana.

Pese a los fuertes enfrentamientos en la periferia desde enero, el reloj se paró en la capital el 18 de julio tras el atentado que costó la vida a la cúpula de seguridad. En las 72 horas posteriores, la ciudad contuvo la respiración. Las calles se vaciaron y los ciudadanos sufrieron por primera vez en sus propias calles lo que el resto del país venía padeciendo desde febrero de 2011.

Las minorías religiosas empezaron a recibir armas, en muchos casos por petición expresa de las comunidades; creció el número de puestos de control, los helicópteros comenzaron a patrullar el cielo damasceno y los tanques tomaron posiciones en zonas conflictivas. Las huellas del paso de las orugas metálicas han quedado como cicatrices en el asfalto de plazas céntricas como la de Abasiyin.

«Ya no hay lugar seguro»
«Todo va a peor desde entonces y vivimos con la sensación de guerra», lamenta el analista político Nabil Fayad, para quien «se ha producido un giro curioso en la población de la capital. Al comienzo muchos barrios abrazaban al Ejército Libre Sirio (ELS) y eran abiertamente opositores. Viendo el caos que se está produciendo, hay muchas dudas. Ahora la mayoría está contra el régimen, pero también contra el ELS». Activistas consultados matizan esta falta de apoyo al ELS y cargan contra el Ejército por «dar luz verde a la respuesta más brutal en zonas civiles. Si detectan presencia enemiga en un edificio, ordenan disparar y lo derriban».

Basta con desplegar un mapa delante de la mesa de cualquier funcionario del régimen y preguntarle sobre las zonas seguras para que lo cierre al momento y responda que «ya no hay lugar seguro». Después de toda una vida bajo los Asad, los damascenos tienen vértigo ante lo que se avecina. Una de las medidas más visibles que han adoptado es retirar de sus vehículos cualquier foto o símbolo que les pueda relacionar con el régimen. Los omnipresentes retratos de los Asad se limitan ahora a los edificios públicos y a los puestos de control. La imagen de Bashar el-Asad ha dejado de ser un símbolo de poder para convertirse en una amenaza según el barrio por el que se circule.

En apenas unos minutos en coche se pasa de zonas tranquilas, donde la gente compra o se relaja en los hoteles de lujo, a barrios como Kafr Sousah, con tanques controlando unos accesos bloqueados por sacos terreros. El paisaje de fondo es el de las columnas de humo ascendiendo al cielo desde pueblos próximos como Duma y Harasta, consecuencia de una artillería que se ha convertido en la banda sonora de la capital. A esto hay que sumar el zumbido de los helicópteros que desde el aeropuerto militar de Mezze ofrecen apoyo constante en las zonas más calientes. Muchas calles han adquirido la imagen del Bagdad actual y el riesgo de atentados ha llevado a cerrar carreteras y fortificar comisarías y otros edificios públicos.

«Ese día nos encontramos con la realidad. Desde entonces nos preparamos para la gran batalla por Damasco. En parte creo que fue un regalo para el régimen porque es al que más le interesa seguir con la militarización del conflicto. Aquí se puede incluir la estrategia de armar a las minorías para alimentar el conflicto sectario. Aunque mirándolo desde el otro lado, Turquía y los países del Golfo están haciendo lo mismo con el otro bando», denuncia Annas Joudeh, miembro del Movimiento para la Reconstrucción del Estado Sirio, que pide «detener la espiral de violencia».

El único diálogo de momento es el de las armas, y los Kalashnikov han multiplicado por cinco su precio en el mercado negro llegando, según diferentes fuentes, a las 200.000 libras sirias, 2.400 euros al cambio. Cada bala cuesta casi dos euros. Economía de un país donde el espíritu de la guerra ya ha llegado también al corazón de la Ciudad Vieja.