KABUL. “Esta mañana hemos encontrado dos nuevas minas en el hoyo siete. Pensábamos que estaba todo limpio, pero a veces el campo nos ofrece estas sorpresas”. Findlay Herbert llegó hace dos años de Nueva Zelanda a Afganistán para trabajar en la Fundación Asia. Este loco del golf no paró hasta encontrar un viejo campo del que había oído hablar gracias a los testimonios de antiguos diplomáticos que vivieron en Kabul en los setenta. Y lo encontró.

Situado a una hora de Kabul, el remodelado Kabul Golf Club vuelve a ofrecer a afganos y extranjeros la oportunidad de hacer un recorrido de nueve hoyos, el único que se puede encontrar en Afganistán. El par se ha colocado en 36 golpes y hasta se organizan competiciones con fines benéficos como el Kabul Classic. La gestión ha recaído en Mohamed Afzal Abdul, un histórico de este deporte en Afganistán que incluso conoció la cárcel tras las acusaciones de los soviéticos de haber colaborado con extranjeros antes de su llegada, “entraron a mi casa y vieron mis fotos con embajadores occidentales que eran mis adversarios en el campo y me acusaron de espía. Destrozaron mi casa y clausuraron el campo”. Una medida que se mantuvo durante la guerra civil y el posterior gobierno talibán. El esqueleto metálico de un tanque ruso en lo alto de la colina que preside el campo es testigo mudo de los cambios que están llegando al país.

Antes teníamos césped, vestuarios y todo lo que tiene un campo occidental”, recuerda Abdul, que ahora ha tenido que acostumbrarse a jugar sobre una tierra seca y cubierta de hierba seca y flores silvestres. El green es de arena, “el problema de agua es muy grave”, se excusa Abdul, y todo el material se ha logrado gracias a las donaciones de los diferentes jugadores de todo el mundo que cada viernes acuden hasta aquí a practicar su deporte favorito.

Experiencia única
“Se lo recomiendo a todo el mundo, para los amantes del golf, poder traer este deporte hasta Kabul es una sensación de deporte extremo por las dificultades que presenta el campo y por el entorno en el que uno se mueve”, asegura Shirinivas Rao, asesor del Ministerio de Asuntos Parlamentarios, que junto a Findlay Herbert acude cada jornada festiva a las seis y media de la mañana para combatir el calor. Tienen la fortuna de que las organizaciones para las que trabajan no les imponen las medidas de seguridad de otros organismos que impiden salir a sus trabajadores del área metropolitana de Kabul.

“El desarrollo de este lugar es una pequeña gota de agua en el tremendo trabajo que queda por delante en Kabul. Mi idea era poder transmitir a los más jóvenes los conceptos de deportividad, orden y precisión que tiene implícitos el golf”, comenta Herbert mientras come unas moras recién recogidas para él tras firma un recorrido de dos golpes sobre el par de un campo cuyo hoyo más largo tiene 459 metros.

Sesenta afganos de todas las edades, desde ocho a cincuenta años, y treinta extranjeros acuden cada semana al campo. Los primeros, si son pobres, juegan gratis. “Si son afganos con negocios, pagan 25 dólares y todos los extranjeros, treinta”, informa Abdul desde un pequeño mostrador en el que vende gorras, camisetas, bolígrafos e imanes para el frigorífico con el nombre del campo. Este precio incluye el bag caddy y otro fore caddy que se encarga de la complicada misión de localizar dónde cae cada bola entre rocas y matorrales.
Por la mitad de las instalaciones discurre una pista por la que constantemente pasan vehículos hacia un merendero cercano y cada extranjero que inicia el circuito debe asumir que durante la menos tres hoyos va a tener tras de sí un séquito de vendedores de chicles, patatas fritas o camellos de peluche. Esto es Afganistán, no Augusta. – See more at: https://www.mikelayestaran.com/ver-media.php?id=16&lugar=11#sthash.c5K9C6UP.dpuf