BAZARAK. “¿Es musulmán?”, es la primera pregunta que tiene el mulá Farsat cuando le informan de la llegada de un periodista a Bazarak, la capital del valle del Panjshir. Los once talibanes que están en la sala estrechan la mano al recién llegado y, en silencio, esperan las palabras del religioso, que es también el responsable de la seguridad en la única provincia de Afganistán donde hay resistencia armada contra el Emirato. “Todo está bajo control, en los últimos días más de 300 combatientes enemigos han entregado sus armas y el resto ha huido. Se han terminado los choques y el Panjshir es una parte más del Emirato”, afirma con rotundidad mientras el resto de la sala asiente. La enorme mesa del antiguo gobernador, como los sillones, están vacíos. Los talibanes se sientan en el suelo y emplean la mesa para dejar sus armas.

Hace una semana los islamistas proclamaron la victoria militar sobre el Panjshir, pero la situación en el valle dista mucho de la imagen de normalidad que quieren dar los responsables del Emirato. El valle está desierto de civiles. Los pocos que quedan cargan sus objetos personales en camionetas o coches y se van a Kabul. La estrecha carretera que serpentea por el río Panjshir es la vía de salida para civiles y la puerta para la llegada de refuerzos talibanes. El tráfico de vehículos con milicianos es constante.

Los recién llegados paran frente a la oficina del mulá Farsat y allí reciben instrucciones para saber dónde deben desplegarse. “Tenemos grupos llegados de todo el país. Yo mismo he venido desde Farah con veinte hombres, allí es donde he combatido a las fuerzas de la OTAN durante dos décadas”, señala el mulá, quien asegura que todos los combatientes del Panjshir que han entregado sus armas “reciben el perdón del Emirato”. En el despacho se conserva la bandera del anterior Gobierno y hasta una biografía de Ahmed Sha Massoud, héroe nacional que fue asesinado por Al Qaeda pocos días antes del 11S. Su figura era omnipresente en su valle hasta la llegada de los talibanes. El mulá no quiere opinar sobre Massoud.

Valle fantasma

Las persianas de los comercios están cerradas y las fotografías de los muyahidines locales que combatieron al Ejército Rojo en los ochenta y a los talibanes en los noventa están destrozadas. Solo se salva algún retrato aislado de Massoud. El mausoleo del apodado como ‘León del Panjshir’ es un imponente complejo en una colina de Bazarak y resultó dañado en las primeras escaramuzas. Un grupo de talibanes causó destrozos en la tumba, pero las autoridades del Emirato se apresuraron a repararlo y pedir disculpas. No se puede visitar el lugar, pero en su acceso principal el mulá Nomoni explica que “en el Emirato hay sitio para todas las etnias de Afganistán y el futuro gobierno tendrá representación de cada una de ellas”. Es un tema sensible ya que la mayoría de los talibanes son pastunes, mientras que el Panjshir es el bastión de la minoría tayika.

Este religioso, que está fuertemente escoltado por un grupo de diez hombres, es el encargado de mediar entre los talibanes y los pocos habitantes que quedan en el Panjshir. “Hemos encontrado una gran cooperación con la comunidad local, la zona ya está segura y Afganistán unido”, comenta el mulá. Preguntado sobre la figura de Massoud, confiesa que “muchos de nuestros hombres no han podido avanzar mucho en los estudios, pero eso no significa que no sepamos de historia. Massoud fue un héroe en la lucha contra la Unión Soviética, y así lo reconocemos. Pero también son héroes nacionales el mulá Omar o el mulá Mansour”.

Los oficiales talibanes quieren hablar, explicar al mundo su punto de vista y la forma en la que ven el nuevo Afganistán. Los jóvenes milicianos piden al extranjero que les grabe con su cámara y no paran de hacerse selfies con el río Panjshir de fondo. Ninguno de ellos había pisado antes este lugar que permanece en el imaginario afgano como un bastión inexpugnable desde la época de Alejandro Magno hasta la del anterior Emirato, que nunca pudo con el “León del Panjshir”, entonces fuertemente apoyado por Estados Unidos.

La resistencia ahora la lidera Ahmed Massoud, hijo treintañero del héroe nacional, que se encuentra en paradero desconocido desde que los talibanes lanzaron su ofensiva y clamaron victoria. No ha admitido la derrota y mantiene a través de las redes sociales su llamada a la resistencia. Shams Odin es uno de los pocos lugareños que ha optado por quedarse. Tiene una tienda de ultramarinos y otra para arreglar pinchazos de ruedas. Un grupo de diez talibanes compra bebidas energéticas y Shams Odin les regaña porque solo tienen rupias de Pakistán, nada de afganis, la moneda nacional.

Cuando el grupo de combatientes se va, se sirve un té y se explaya. “Vienen de diferentes partes del país, algunos son educados y nos tratan bien, otros son muy brutos”, confiesa este veterano de la yihad contra el Ejército Rojo. Tiene una mirada desafiante. No tiene miedo. Señala a las montañas y eleva la voz para decir que “no nos hemos rendido, nunca lo haremos. Nuestros hombres se han replegado a lugares seguros que solo nosotros conocemos porque es imposible hacer frente a semejante número de talibanes. Cada vez llegan más y más, pero el Panjshir resiste y por eso envían refuerzos”.

El precio de la resistencia es caro. Los civiles han escapado y la cosecha se perderá porque no hay nadie que trabaje el campo. A diferencia de otros conflictos como el sirio o el iraquí, en este caso no se observa saqueo en comercios y viviendas y las huellas de los combates se limitan a los blindados de las fuerzas del Panjshir reventados en las orillas de la carretera. Estos esqueletos de fabricación estadounidense, muchos de ellos chamuscados, comparten ahora escenario con los tanques que perdieron los rusos y se quedaron para siempre.

A la salida del valle se forma un pequeño atasco en la Puerta del Panjshir. En el puesto de control talibán se niegan a dejar pasar dos camionetas que llevan varias vacas y corderos. Los combatientes piensan que se trata de un robo de animales y exigen que pruebas para saber que son los propietarios del ganado. Mientras unos talibanes inspeccionan cada vehículo, otros aprovechan el descanso para bañarse en las aguas azules del Panjshir. El río desciende bravo e indomable, como las miradas de las familias que salen con la casa a cuestas. Sus ojos gritan y ven a los talibanes como los más veteranos veían a los rusos en los ochenta, como una fuerza de ocupación.