GORI. La radio nacional informa que “según la agencia Reuters el Ejército ruso ha iniciado su retirada” del norte de Georgia justo en el momento en el que un soldado del otrora glorioso Ejército Rojo nos pide la documentación. Es el cuarto y último control militar antes de entrar en Gori. Un militar inspecciona los pasaportes, otro revisa el maletero y un tercero apunta a los viajeros con su AK47 mientras apura un cigarro. En el primer control los soldados preguntan a los que llegan de Tiflis sin tienen noticias de su salida de Georgia, “¿cuándo nos vamos? Aquí ya queda poco por hacer, ¿no?”. En el segundo, un militar con cara de adolescente y seguidor del Spartak de Moscú pide crema para los labios, “este sol me está haciendo sufrir mucho, ¿viene Eto’o a la Liga rusa?”. En el tercero le exigen al periodista que muestre una acreditación del Estado Mayor ruso, pero finalmente le dejan pasar mostrando el permiso de conducir. En el cuarto, tras un buen rato con un arma frente al coche, se permite el acceso a Gori.

En el vehículo de este enviado especial viaja también la familia Goglidze que tras seis días viviendo como desplazados en Tiflis, han decidido regresar pese a la presencia rusa. Nugzar, el cabeza de familia, muestra a los soldados del Kremlin su viejo pasaporte de la URSS, “¡si Stalin levantara la cabeza!”, susurra por debajo de las bolsas de plástico que le cubren. Angela, su mujer, se niega a pronunciar una palabra en ruso y enseña su documento georgiano a regañadientes, “¿por qué tenemos que mostrarles nada? Este es nuestro país”.
Su casa es una humilde vivienda rural a las afueras. Nugzar se adelanta para ver cómo está todo. Saca la llave, abre el viejo portón de madera y lanza un sonoro grito de alegría. Todo en orden. No les han robado sus escasos bienes y los frutales están intactos, “son todo lo que tenemos, vivimos de la venta de esta fruta. Gracias a Dios, esto no les interesa a los ‘cosacos’”.

Cerca de su casa una anciana saca la cabeza para saludar a los recién llegados desde el quinto piso del típico bloque de viviendas de la era soviética. El edificio fue alcanzado por la artillería rusa y está parcialmente destruido, pero Elene Zerekidze, de 85 años, no lo ha abandonado en ningún momento. “¿Dónde mejor que en mi casa? Esto que ves es todo lo que tengo y mi deber era defenderlo”, señala entre sollozos. Desde la ventana destrozada de su cocina se ve a los blindados rusos acondicionando una colina para fortalecer una posición. “No sé si se irán o no, pero la verdad es que están más amables que nunca. El problema de verdad son las bandas de paramilitares, que se lo están llevando todo”, comenta mientras ofrece la última manzana sana que le queda en casa. Sin electricidad, agua y con la estructura de su casa seriamente dañada, sabe que tarde o temprano tendrá que mudarse.

Reparto de ayuda

Las calles de la ciudad están desiertas, pero la plaza central presenta una animación poco habitual. Cientos de vecinos hacen cola frente a la escuela municipal donde se están repartiendo cajas de comida traídas por la Media Luna Roja. “Hemos pasado cuatro días de ayuno, desde que llegaron los rusos nadie salía a la calle por miedo a que le dispararan, ¡dadnos algo!”, grita una mujer en medio del caos en el se transforma poco a poco el primer reparto de ayuda humanitaria en la ciudad. Más adelante, unas furgonetas reparten sandias entre los vecinos.

La estatua de Stalin permanece rodeada de camiones de la Cruz Roja Internacional y vehículos de Naciones Unidas que esperan el visto bueno de Moscú para adentrarse en Osetia del Sur. De momento, la nueva frontera impuesta por los rusos sigue establecida en Gori, justo al final de la avenida central, y está marcada por dos tanques que cierran el paso a cualquier vehículo. Los cañones de estos tanques, además, apuntan a Georgia.