HERAT. “Me obligaron a casarme con un hombre mayor y cuando llegué a mi nueva casa no pude soportarlo. Subí al cuarto con un botella llena de gasolina, me rocié el cuerpo y me prendí fuego”. Rezagol tiene trece años y permanece ingresada por segunda vez en la Unidad de Quemados del hospital de Herat. El intento de suicidio le afectó a todo el cuerpo excepto a la cara. No puede caminar. Tras unos primeros cuidados, cuando su situación comenzaba a estabilizarse la familia decidió escapar del centro y llevársela a casa para ocultarla del mundo. Tres meses después su familia política le ha tenido que traer de nuevo porque ha empeorado y su vida corre peligro. “Se llevan a las niñas porque es todo un deshonor lo que han hecho y en este país el honor es lo primero. Rezagol ha vuelto con escaras en todo el cuerpo y sin movilidad en las piernas, podemos hacer muy poco por ella”, lamenta el doctor Jalali que repasa las estadísticas de este 2009 en el que ha recibido cincuenta casos de autoinmolación y “sólo doce de ellas han logrado sobrevivir, la mayor parte ingresan prácticamente muertas. Aquí tienen la suerte de llegar las que viven cerca de la ciudad, las que son de aldeas lejanas no tienen ninguna posibilidad”.
La Unidad de Quemados ocupa la primera planta de un edificio inaugurado en 2007. El hospital de Herat, un centro con 550 camas, tiene en estos momentos dos casos de mujeres autoinmoladas. En esta provincia del oeste de Afganistán se registra el número más alto de casos en el país y los expertos aseguran que se trata de un fenómeno importado del vecino Irán, exilio en el que millones de Afganos han pasado gran parte de sus vidas debido a las tres décadas de guerras que ha sufrido su país. Algunas llegan después de haber sufrido accidentes en sus hogares por culpa de las estufas o las brasas, pero la gran mayoría son víctimas de la violencia doméstica, generalizada y aceptada en la sociedad afgana. “El primer paso siempre es la negación. Las familias lo ocultan, piensan que si confiesan la verdad no se les va a atender, algo absolutamente falso porque aquí se atiende a todo el mundo”, asegura el doctor, “el otro gran problema es que cuando les damos el alta es muy difícil que se siga el tratamiento necesario en las casas. Estas mujeres necesitan cuidados toda su vida y esto es Afganistán”.
Implicación española
“¿Amor? Lo ven en películas y lo sienten hacia sus hijos, pero no he encontrado una sola mujer enamorada de su marido”, asegura Alfredo García, trabajador de la ONG catalana Acaf (Asociación de Cooperación para Afganistán) que desde hace dos años desarrolla el proyecto Ariana, dedicado en exclusiva al problema de la autoinmolación en Herat. Sentado en un pupitre de la clase que el ministerio de la Mujer les cede cada tarde, sigue con atención el taller de autoayuda en el que ocho mujeres hablan en voz alta de sus vidas. Aquí nadie hace referencia al interminable proceso electoral, ni a la guerra entre las fuerzas internacionales y los talibanes, los dos únicos temas que trascienden a la opinión pública mundial. Aquí se habla de la lucha por la supervivencia diaria de estas mujeres en los hogares, una lucha tan dura como invisible en un país con una lista interminable de problemas.
“Yo lo hice porque mi marido quiso prometer a mi hija de cinco años. Me negué rotundamente, pero no me hizo caso. Me quemé para protestar por esa injusticia”, confiesa una de las veteranas del grupo. En el otro extremo de la mesa, Adela y Zahra, de 18 y 20 años respectivamente, explican historias similares. Poco importa que la Constitución establezca la edad mínima legal del matrimonio en 16 años para las mujeres y 18 para los hombres ya que este país se regula por medio de la mezcla entre principios religiosos y las costumbres. Aquí no mandan los jueces, mandan las autoridades religiosas que son las que bendicen los matrimonios convenidos entre las familias. Las víctimas son jóvenes, sus edades van normalmente de los 15 a los 25 años, aunque hay casos como el de Rezagol de tan sólo trece años y otros que mujeres de cuarenta que lo hacen porque no quieren que sus hijas pasen por lo mismo que ellas. Proceden de las clases más bajas de la sociedad y carecen de educación, “no saben ni siquiera que tienen unos derechos, piensan que como son mujeres sólo pueden obedecer a los maridos que les toquen y punto. Y no es así, uno de los grandes retos es mostrar a las mujeres a defender sus derechos, a ayudarles a que se realicen como mujeres”, destaca Alfredo.
A Adela su padre le prometió a un hombre mayor y ella se negó a aceptarlo. Zahra asegura que lo suyo fue “un accidente doméstico por culpa del gas”, aunque por el tipo de quemaduras Alfredo duda de esta versión y advierte de que “normalmente lo niegan, pero con el tiempo confiesan las razones reales”. Hablan de un pasado crudo y viven un presente complicado ya que muchas de ellas tienen que volver con sus maridos y familias políticas después de salir del hospital, sin embargo, no pierden la esperanza. Adela y Zahra piensan en operaciones de cirugía estética para volver a tener los rostros de siempre, en estudiar, formar una familia… los sueños de cualquier joven del mundo.
Falta de seguridad
Todas han pasado por la Unidad de Quemados del hospital y gracias a los talleres organizados por Acaf tienen ahora una ocupación diaria y un apoyo psicosocial. Hoy la clase es sobre los diferentes tipos de violencia, psicológica, física o sexual, una lección que conocen a la perfección. En el año 2006 esta organización detectó el alto índice de mujeres que recurrían a esta forma de intento de suicidio y tras realizar un estudio puso en marcha este proyecto que a partir de 2010 tendrá que seguir adelante sin la presencia de personal expatriado. Alfredo termina su misión “y no vendrá relevo porque el proyecto estaba diseñado para un país que iba a mejorar, pero ha ocurrido todo lo contrario. La seguridad empeora y no es viable la presencia de internacionales”. Es el mismo camino que están tomando otras muchas organizaciones a lo largo del país. El testigo lo recogerá una contraparte afgana que se encargará de implementar los talleres.
A las cuatro de la tarde concluye la clase, pero el reloj corre y hasta pasadas las cuatro y media no termina la charla. Aquí se sienten seguras. Recogen los restos de los pasteles y las tazas de té y la profesora les recuerdo el horario para el día siguiente. Toca corte y confección, una de las clases preferidas para todas. Se levantan de las sillas y preparan sus inseparables burcas para cubrirse antes de salir por la puerta de la clase. Una a una desfilan ataviadas con el traje nacional, ese que las fuerzas internacionales pensaban que iban a poder borrar de las calles tras derrocar al régimen talibán, pero que ocho años después sigue tan vigente como siempre. Vuelta al mundo real, vuelta a esa sociedad de la que intentaron huir por medio del fuego.