JERUSALEN. Una Harley Davidson aparcada en la callejuela de San Jorge de la Ciudad Vieja. La máquina es la guardiana del estudio de tatuajes de Wassim Razzouk, el último tatuador de una saga familiar que desde el año 1300 marca a peregrinos cristianos, primero en Egipto y después, desde hace cinco siglos, en Jerusalén. La voz de Kurt Cobain se mezcla con el rugido del calentador eléctrico de agua y los golpes metálicos del basurero que pasa con su carretilla brincando por los adoquines. El cantante de Nirvana sufre para dejarse notar. Wassim tiene unos minutos de descanso entre cliente y cliente y espera a que el agua esté lista para prepararse un café instantáneo. Este pequeño estudio se ha convertido en parada obligada para aquellos fieles que quieren llevarse un recuerdo imborrable de su viaje a Tierra Santa.
“Tenía un trabajo cómodo en Ramala y me interesaban más las motos y los coches que esto… pero me parecía una vergüenza dejar morir la tradición de la familia. Por eso desde hace doce años me dedico a esto”, confiesa este motero de 45 años en un estudio que es una especie de museo de la historia del tatuaje. Wassim trabaja hoy entre la atenta mirada de sus antepasados y acompañado de los utensilios que empleaban antes de que llegara la electricidad, ahora convertidos en elementos decorativos. En esta ciudad, donde se respiran historia y tradición por cada costado, los Razzouk “somos los custodios de este arte, la única familia que hace tatuaje religioso en la Ciudad Vieja. Ahora preparo a mi hijo, que tiene 15 años, para que mantenga viva la tradición”.
Wassim lleva el anagrama de Harley tatuado en su brazo izquierdo. También tiene una serpiente, la palabra ‘respect’… pero su estudio dista mucho de lo que suelen ser los estudios de tatuaje modernos. Emplea la misma tinta -casi siempre en negro-, pero representan mundos diferentes y se dirigen a un público muy distinto.
Se abre la puerta. Asoma una chica joven con un pañuelo de colores al cuello y el pelo rubio, suelto y largo. Pregunta si se puede hacer un piercing. Wassim le dice que no y le indica un par de estudios fuera de las murallas a los que puede acudir. “Esto es un lugar muy conservador, muchas veces tengo sacerdotes o monjas en la sala de espera. No hago piercings, ni tatúo mujeres desnudas. Esto no es tatutaje decorativo, aquí hablamos de pura fe. En la mayoría de casos mis clientes son primerizos, es su primera señal en el cuerpo y probablemente la última. Acuden a mí al finalizar su peregrinación para llevarse una marca eterna de su paso por Jerusalén”. Esto que hoy en día es una elección personal, en el pasado llegó a ser una obligación para poder demostrar que uno había pasado por Jerusalén para seguir los pasos de Jesús.
La voz rota de Cobain ha dejado paso a Axel Rose. Aquí se trabaja a ritmo de grunge. Wassim es autodidacta. Aprendió el oficio en la parte trasera de la tienda de recuerdos que su padre tenía en la vecina puerta de Yafa, una de las ocho puertas de la Ciudad Vieja. La Cruz de Jerusalén es el tatuaje más solicitado, normalmente en pequeño formato, pero los Razzouk tienen también una colección de sellos de madera con diseños particulares que ha ido pasando de generación en generación. Sellos exclusivos e inconfundibles.
Desde Canadá a Jerusalén
Wassim mira el reloj. Eden se retrasa. “Estoy seguro de que vendrá, el otro día le tatué un Jesucristo en el brazo derecho y ahora quiere a la Virgen María en el izquierdo. Vendrá”, afirma. No le da tiempo ni a terminar el café y ella está en la puerta. No viene sola, le acompañan dos de sus hijos, que también van a tatuarse. Es una sesión de tatuaje en familia.
Eden, cristiana etíope residente en Canadá, tuvo un sueño y peregrinó a Tierra Santa para llevarse dos tatuajes. “Me los podía haber hecho en cualquier estudio de Calgary, pero no quería. Tenía que ser en Jerusalén y con Wassim, no podía ser en ningún otro lugar”, confiesa mientras muestra el Jesucristo que decora su brazo desde hace unos días. Se emociona. Da gracias a Dios. Se sienta y estira el otro brazo para el que el tatuador ya ha preparado la imagen de la virgen, con rosario, que le ha pedido. “Esto va a doler un poco porque tiene mucho detalle”, advierte Wassim. Eden da gracias a Dios y cierra los ojos.
Suena el zumbido de la máquina y la tinta empieza a marcarse en la piel como las letras invaden un folio en blanco cuando se empieza a escribir una carta. Algunos pinchazos le obligan a abrir los ojos de golpe, pero no pierde la sonrisa. Este no es uno de los diseños habituales, esta es una virgen especialmente encargada para la ocasión. Es su primera visita a Tierra Santa y quiere reivindicar “el valor de las viejas tradiciones, de lo original, de aquello que no se puede cambiar porque es lo único defendible. Esos son los valores de la iglesia que yo sigo y en los que educo a mis hijos. Las iglesias modernas se vacían porque tratan de adaptarse a los nuevos tiempos, estos días en los que se acepta todo, desde el matrimonio homosexual hasta el aborto, y no puede ser, hay que defender las tradiciones, volver a los orígenes”, sentencia mientras su tatuador asiente sin levantar la mirada de la virgen que ya empieza a tomar forma en el brazo. Wassim también se confiesa “muy creyente”.
Los dos hermanos observan el rostro de su madre. Tienen un ojo en la cara y el otro en el puntiagudo pincel metálico que pasa una y otra vez por su brazo bajo un zumbido similar al de las máquinas de los dentistas. El espectáculo no es tranquilizador, pero saben que no tienen alternativa y que volverán a casa con un tatuaje. “Hemos hecho un viaje muy largo para esto y hay que hacerlo, no hay alternativa”, explica Eden y Wassim le ayuda diciendo que en el caso de los niños se trata de tatuajes sencillos que solo llevan unos minutos y que no van a sentir casi nada.
Al cabo de dos horas una virgen María mira a Eden desde su brazo izquierdo. “Es mejor aun que la de la de la foto que traje a Wassim como modelo, parece real. Me mira, ¿lo ves? ¡Me está mirando a los ojos!”, exclama al estirar los brazos. En uno lleva a María, en el otro a Jesús.
Unos minutos después su hijo ya está sentado y con el brazo estirado. Su hermana trata de distraerle con el teléfono móvil. Wassim se concentra en su trabajo. En este caso es una pequeña Cruz de Jerusalén, la misma que ha tatuado en miles de ocasiones. Es la conocida como ‘Cruz de las Cruzadas’ y “representa las cinco heridas que sufrió Jesús cuando fue crucificado”, explica la madre, todavía extasiada al contemplar su reciente tatuaje. El pequeño aparta la mirada y solo pregunta cuándo va a terminar todo para poder salir a jugar. En solo unos minutos, se lleva una marca de su paso por Jerusalén que le acompañará toda la vida, una marca que los Razzouk llevan haciendo más de 700 años.