ITANWALI. Rizwan ofrece un vaso de agua a los recién llegados. Hace mucho calor. Mi traductor lo coge inmediatamente y se lo bebe de un trago. “¿Qué haces, estás loco? ¿Eres musulmán? Es el vaso de un cristiano”, exclama la multitud que se ha dado cita junto a la puerta azul de la única familia cristiana que queda en Itanwali, una polvorienta, pequeña y miserable aldea en el corazón del Punyab. Rizwan grita para que se aparten los curiosos y abre la puerta de su vivienda de adobe al periodista extranjero y su traductor.

Aquí sobreviven los parientes de Asia Bibi, la joven que desde hace dos años permanece entre rejas condenada a la horca por blasfemar. Pese a que abogados y activistas de derechos humanos consultados en Islamabad y Lahore aseguraban que la familia se había visto obligada a trasladarse a Lahore “por motivos de seguridad”, la hermana, Najwa, y los cuñados, junto a un buen número de sobrinos, permanecen en la aldea donde “no tenemos ningún problema. De hecho la propia Asia confesó ante nosotros y ante todo el pueblo su pecado, está claro que pronunció esas palabras y sólo Dios le puede proteger ahora”, asegura su hermana, de luto porque hace quince días murió su hijo de apenas tres meses. Unas palabras que para Ali Dayan Hasan, representante de Human Rights Watch (HRW) se explican debido “al grado de extrema pobreza de la familia. Viven rodeados de la gente que ha enviado a la horca a Asia, pero no tienen otro remedio que seguir allí”.

Le definen como “impulsiva y cabezota” y siguen sin entender lo que le llevó a proferir los insultos contra el Profeta ante sus compañeras de trabajo aquella mañana de junio de 2009. Hacía calor, mucho calor, y Asia trajo agua para el resto de mujeres que trabajaban en la recolecta del trigo. Ninguna aceptó compartir su vaso y entonces estalló de rabia y cargó contra Mahoma. Sin agua, ni luz, como el resto de vecinos, adultos y niños trabajan de sol a sol en el campo o en la industria del ladrillo. Los cuñados de Asia ocupan hoy su cuarto –donde vivía con su marido y sus dos hijos- aseguran que “no tenemos miedo. Todo el mundo habla de este caso y nos parece que algunos políticos nos están utilizando para sus propios intereses porque para nosotros no cambia nada. Pasa igual con la prensa, ¿de qué sirve que hablemos si nadie escucha? Esta es la vida que nos ha tocado y solo Dios nos puede ayudar”. No ven a Asia desde el juicio ya que ahora se encuentra encerrada en Multán, a más de 400 kilómetros de distancia, una distancia imposible de recorrer para ellos.

No hay perdón
A pocos metros de la casa se alza la mezquita del mulá Mohamed Saalem, el encargado de firmar la acusación de blasfemia y pedir la aplicación de la controvertida legislación anti-blasfemia introducida en el código penal paquistaní por el dictador militar Zia ul-Haq en los ochenta. “Tras reunirme con Asia y preguntarle lo ocurrido, me entrevisté con cada una de las mujeres por separado y todas me dieron la misma versión. Lo mismo con el dueño de la tierra. Por último, reuní a los ancianos de la ciudad y le pedí que les detallara lo ocurrido. Cuando no hubo una sola duda de que estábamos ante un caso de blasfemia me dirigí a la Policía. Fue por el propio bien de la chica, porque en el pueblo le hubieran matado”, afirma con rotundidad este religioso de 32 años. Habla sin rodeos. El paso del tiempo no le ha hecho variar su opinión y piensa que “no hay perdón posible. El presidente Zardari se lo pensará dos veces antes de firmar un indulto porque el delito es tan grave que nadie tiene derecho a indulto. Si lo firman que se atengan a las consecuencias, pero no nos quedaremos en casa”, amenaza con tono amable mientras sirve té y refrescos de cola a los recién llegados.

Expertos en sharia consultados en la universidad Islámica de Islamabad critican la sentencia y piensan que “hay que ir la raíz, a la causa de los hechos. ¿Dónde está escrito que un musulmán no puede beber agua del vaso de un cristiano? Se trata una vez más de un error de interpretación de los que genera la falta de conocimiento tan extendida en este país”, asegura una responsable académica desde el anonimato. Nadie osa realizar críticas en voz alta porque saben que esto se paga con la vida.

Ejército de escoltas
En el presente 2011 un ministro y un gobernador que han defendido públicamente a Asia han sido asesinados. La amenaza se ha extendido hasta los pequeños líderes de la comunidad que ahora viven escoltados. Es el caso de Sarfraz Andrew, que ejerce de puente entre la minoría cristiana (la más importante del país con unos tres millones de personas) y los diplomáticos extranjeros. Sarfraz reside en la colonia Gloria de Sheikhupura, capital del distrito del mismo nombre donde se encuentra la aldea de Asia. “La última vez que estuve con ella fue apenas quince días después del asesinato del gobernador Taseer –político asesinado en enero por su defensa pública de la campesina cristiana- y me dijo que todo era mentira y que ella respetaba todas las religiones de corazón. El problema de fondo es que estamos indefensos ante esta legislación. ¡Por favor, que alguien nos ayude a salir de aquí!”, suplica ante la mirada de un policía, también cristiano, enviado por el ministerio de Interior para su protección.

También los trabajadores de diferentes ONG tienen miedo de seguir con su trabajo ya que “si han sido capaces de llegar a las más altas esferas de poder, nosotros somos blancos muy fáciles”, asegura Munawar Javid. Tras una larga trayectoria en Cáritas, ahora es responsable de Human Care Society (HCS) en Lahore y destaca que “cada ataque de EE.UU es una bala a favor de los extremistas y mulás incultos que predican contra occidente y nos ven a los cristianos como enviados occidentales. No se dan cuenta que somos tan paquistaníes como ellos y que, pese a compartir religión, somos culturalmente más próximos a ellos que a cualquier europeo. La auténtica división en Pakistán es la de ricos y pobres, no la de musulmanes y no musulmanes”.

El alboroto en la calle hace que Rizwan salga a ver lo que ocurre. La semana pasada la Policía prohibió a un equipo de la CNN acercarse “por motivos de seguridad”. Entre el grupo de paisanos que espera fuera un hombre de larga barba blanca advierte en inglés que “no es apropiado andar por esta zona sin escolta, si les pasa algo será un problema más para todos los paquistaníes”. Hay que cruzar cinco kilómetros de camino de tierra y piedra antes de llegar al asfalto. La familia de Asia se asoma a la verja azul para decir adiós y pedir una ayuda para seguir adelante. Es domingo, pero no han podido ir a la iglesia porque el templo más cercano está a media hora en burro. “¡Dios os bendiga!”, se despiden mayores y pequeños.