ZAATARI. Mohamed nació hace 15 días. Es uno de los 5.000 bebés nacidos en Zaatari, el mayor campo para refugiados sirios y el segundo mayor del mundo, abierto en julio de 2012 al norte de Jordania, en pleno desierto. Enrollado en mantas, a presión, como las madres sirias envuelven a sus recién nacidos, descansa en la colchoneta de la casa prefabricada que su familia ha recibido como donación de Kuwait, que como el resto de países del Golfo ha entregado casas de este tipo a todas las familias. “Es el segundo de nuestros seis hijos que nace en el campo. Salimos de Siria con lo puesto, lo perdimos todo, pero de verdad que si fuera posible volveríamos mañana. Cada día que pasa nos olvidamos un poco más de cómo era nuestra vida allí y temo que nuestros hijos sean refugiados de por vida”, confiesa Yalal Abunabud, antiguo empleado de gas de la compañía nacional siria, que huyó “de las detenciones masivas y los barriles bomba, era insoportable el día a día”, señala mientras acaricia en los mofletes al pequeño Mohamed. En su nueva casa no faltan la tele y la radio, sigue las noticias y sabe que el camino a Europa se ha cerrado y ahora los refugiados que llegan a Grecia son enviados de vuelta a Turquía algo que “es un gran error porque la mayoría de ellos salen directamente de Siria y lo hacen porque buscan seguridad. En los campos la vida es monótona, pero al menos estamos seguros”.

Zaatari ha alcanzado los 80.000 refugiados y no seguirá creciendo. Los sirios que huyen ahora de la guerra son derivados a Azraq, un nuevo campo en el que ya hay 30.000 personas y tiene capacidad para 130.000. Los 5,2 kilómetros cuadrados de superficie, totalmente vallados y bajo la custodia del ejército jordano, se han convertido en una especie de nueva ciudad de Siria donde sus habitantes tratan de llevar “unas vidas lo más normales posible, aunque es complicado. Venir al campo es la última opción porque no se puede vivir de forma natural”, apunta Hovig Etyemezian, miembro del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), que se encarga de la administración de Zaatari. Este libanés de origen armenio tiene experiencia en campos de Congo, Mauritania o Libia… “pero cada uno es diferente. Aquí los sirios quieren regresar a su país, están muy unidos a su tierra, pero si esto se alarga poco a poco esta opinión irá cambiando y no volverán”.

De los 636.000 refugiados sirios registrados en Jordania, un país que tiene 8 millones de habitantes, 120.000 han optado por vivir en los campos, son los que menos recursos tienen y no pueden soñar con pagar a las mafias el dinero que cuesta viajar a Europa. Aquí deciden probar suerte con los largos trámites legales para conseguir la reubicación familiar en terceros países. Mientras tanto esperan en un campo que nació como solución temporal, pero que lleva camino de convertirse en un lugar para una larga estancia.

Zaatari está formado por población musulmana suní y el 80 por ciento procede de la gobernación de Daraa, situada al sur de Siria y escenario de la chispa del levantamiento contra Bashar Al Assad en marzo de 2011. En coche, hay apenas una distancia de media hora hasta la frontera, “pero ya casi nadie regresa. Hace no mucho había una media de 150 personas que pedían salir del campo para volver a Siria cada día, ahora no son más de 40 a la semana”, informa  Nasreddine Touaibia, portavoz de Acnur. Los motivos para este descenso tan importante son “que las condiciones de vida han mejorado, por un lado, pero por otro debido a la entrada en escena de Rusia. Esta gente escapó del régimen y ahora ven que el Ejército, con la ayuda de Rusia, gana terreno y temen una gran operación al sur del país. Aquí nadie confía en la tregua”, apunta Touaibia.

Otro de los motivos que ha frenado el regreso a Siria es el nuevo acuerdo entre Europa y Turquía ya que durante el verano los sirios refugiados en los países vecinos se jugaron la vida y volvieron a sus casas para vender todo lo que les podía quedar antes de emprender la ruta a Europa. Un viaje que carece ahora de sentido tras el cierre de las puertas por parte de la UE.

Florece el pequeño comercio
Casas prefabricadas –se entrega una por cada seis miembros de una familia-, once horas de electricidad, educación y sanidad garantizadas y un número cada vez mayor de pequeños comercios que abren sus puertas en una de las calles del campo bautizada como “Campos Elíseos” son algunas de las mejoras que invitan a las familias a quedarse. Los sirios reciben además una asignación mensual para comprar comida de 20 dinares (25 euros al cambio) por persona, del Programa Mundial de Alimentos. Carnicerías, fruterías, tiendas de vestidos de boda, restaurantes, telefonía móvil (aunque sin servicio de 3G desde hace dos meses)… no falta de nada en un campo que es más grande que cualquiera de las localidades jordanas de la gobernación de Mafraq donde se encuentra. Los refugiados no tienen derecho a trabajar en Jordania y cada vez que quieren salir del campo necesitan un permiso especial del ministerio de Interior, un trámite que hace que muchos no salgan nunca.

“Ganas lo justo para mantener abierto el establecimiento, no se puede ahorrar”, confiesa Ibrahim Al Ali, que ha abierto un local de comida rápida similar al que regentaba a las afueras de Damasco. Tiene siete hijos y dos de ellos trabajan en el negocio familiar en lugar de ir a la escuela. “Antes la gente tenía más dinero, se nota que se van acabando los ahorros”, lamenta Alrazak Hariri, vendedor de fruta casado y con dos hijos, para quien la “esperanza de vivir llega de Dios, no de Europa, donde no nos quieren”. Cada mañana un sirio afincado en Ammán se encarga de enviar camiones con fruta y verdura al campamento para que se venda en estos comercios de los ‘Campos Elíseos’. Omar Hamadi prueba su nueva máquina para arreglar zapatos, este ex militar de 49 años descartó la opción de viajar a un tercer país desde el principio porque “yo tengo dos esposas y esto hace que rechacen mis peticiones de visado. Me resigno a seguir aquí, nadie está contento, pero al menos todo esta organizado y hay seguridad”.

Mochilas de Arabia Saudí
Niños y más niños. Las calles del campo están llenas de niños con las mochilas verdes donadas por Arabia Saudí en sus espaldas. Hay unos 30.000 menores en edad escolar, “pero no más de 18.000 acuden al colegio de forma regular, el resto tiene que trabajar para ayudar en casa”, apunta el manager del campo, Hovig Etyemezian, para quien “este es uno de los mayores retos a los que nos enfrentamos porque ellos son el futuro de Siria”. A poca distancia del Campo Base de las agencias de Naciones Unidas se levanta la llamada “escuela alemana”, levantada recientemente con fondos aportados principalmente por este país. Niños y niñas asisten a clase en turnos separados de mañana y tarde. El lugar está totalmente rodeado de vallas y alambres de espino, el patio es de piedra y dos vigilantes controlan el acceso principal.

En las aulas llama la atención la diferencia de edades que se debe a que “muchos alumnos faltan semanas enteras y cuando regresan los tenemos que meter en clases de nivel inferior al que les corresponde”, lamenta Manwa Khazala, profesora jordana con 30 años de experiencia que trabaja en el centro. El currículum es el de Jordania, en lugar de Bashar Al Assad en las paredes hay fotografías del rey Abdalá II y “en las clases no abordamos el tema sirio. Cuanto más relajado está un niño, más abierto está a aprender y aunque el estado psicológico ha mejorado con el paso de los años, todos han pasado por experiencias traumáticas”, recuerda Khazala. Además de la falta de estabilidad en los hogares, en el caso de las niñas hay que sumar que las familias casan a sus hijas a partir de los 12 o 13 años, con lo que a esa edad dejan de ir a la escuela.

El sueño se llama Canadá
En casa de Abu Qasem los cuatro hijos en edad escolar van al colegio cada día. El matrimonio se queda con los gemelos nacidos hace un año y sueña con el día que puedan ir todos juntos a Canadá. “Europa nos da la espalda cuando más necesitamos una salida, pero en Canadá es diferente, allí necesitan gente cualificada como los sirios y somos bienvenidos, por eso quiero ir allí con mi familia”, señala este antiguo carpintero que ahora reparte el día entre su huerto, el cuidado de las gallinas y las visitas a la oficina de Acnur donde le informan sobre el estado de su solicitud para realojarse en Canadá, una opción compartida por la mayoría de los entrevistados. A Abu Qasem le parece increíble “estar a menos de una hora de mi casa y no poder ir, pero es así. No es momento para regresar a Siria hasta que termine la guerra. Hay que pensar en el futuro”. Un futuro que pasa por las decisiones de los despachos de Washington, Moscú, Riad o Teherán, las grandes potencias mundiales y regionales que dirimen sus diferencias en el tablero sirio.