PALMIRA. Dos jóvenes militares  rusos, perfectamente equipados, custodian el último puesto de control antes de llegar a la fortaleza de Palmira. Son rusos, pero su posición tiene una bandera de Siria. El castillo árabe del siglo XVII domina la conocida como “perla del desierto” desde lo alto y “ofrece las mejores vistas” para situarse en este oasis que durante diez meses estuvo bajo la bandera negra del grupo yihadista Estado Islámico (EI). Así lo recomienda la guía de viaje Lonely Planet y así lo entendieron los yihadistas, antes, y ahora los rusos, por lo que han situado allí su principal punto de vigilancia. Tras un breve intercambio de palabras se autoriza el paso con la condición de no grabar ni hacer fotos de los militares, ni de la mini base montada a los pies de la fortaleza. “Treinta minutos. Ni uno más”, dice uno de ellos mostrando su reloj.

A los pies de la montaña descansan las ruinas greco romanas, Patrimonio de la Humanidad, y a su lado la ciudad nueva de Tadmor. No hay que esperar mucho para escuchar las primeras explosiones. Los desminadores rusos ya han detonado más de 3.000 minas desde la liberación del lugar hace tres semanas. Los hongos de humo se levantan entre las columnas y los restos del templo de Bel, destrozado por los yihadistas, y se alzan al cielo de una Palmira que despierta poco a poco de la pesadilla del califato. Los militares rusos vigilan cada movimiento. Muy serios. La fortaleza presenta importantes daños en sus muros y la pasarela de acceso está destrozada. El presidente Vladimir Putin anunció el repliegue de sus tropas de Siria, pero en Palmira se percibe a simple vista un despliegue de hombres y de equipos importante. Blindados, camiones, piezas de artillería… y los desminadores, que con cada ‘boom’ recuerdan que están peinando el desierto.

“Ha sido la batalla más dura que ha librado el Ejército de Siria en los últimos cinco años de guerra. Calculamos que el EI disponía de unos 4.000 hombres, muchos de ellos con gran experiencia militar y, no olvides, que aquí vienen a morir, no tienen miedo y resisten hasta el martirio”, destaca el coronel Samir Ibrahim, que ha formado parte del contingente sirio encargado de la ofensiva. Bajamos de la fortaleza junto al oficial, pero hay que parar el coche porque han encontrado una mina. Sin tiempo apenas de saber dónde se encuentra, una enorme explosión a apenas 200 metros nos golpea con fuerza. Manos a la cabeza, cabeza a las rodillas. Uno siente que deja de llegarle aire a los pulmones, el corazón se acelera, la mirada se nubla y los oídos zumban. Por suerte, son solo unos segundos de confusión. Cuando pasan, el hongo de humo se alza como una torre gris hasta el cielo.

Imposible acceder hoy a las ruinas. Un blindado ruso corta el paso y un soldado hace un gesto enérgico con la mano diciendo que está cerrado. En el puesto de mando del Ejército sirio, establecido en una antigua escuela, informan de que “por motivos de seguridad se prohíbe el paso hasta que los desminadores concluyan su trabajo”. Desde el muro de acceso, se adivina la gran columnada en aparente buen estado, pero habrá que esperar para tener el informe detallado de los daños por parte de los expertos del ministerio de Antigüedades.

Minas en las ruinas y en la ciudad
Las minas no solo están en las ruinas. En Tadmor los yihadistas sembraron también las calles con explosivos para impedir el avance del Ejército. Son más fáciles de detectar que entre la arena, pero igual de destructivos y peligroso para los civiles que estos días llegan para ver cómo están sus casas. Es un viaje de ida y vuelta porque, después de 10 meses de califato y los duros combates para la liberación, solo encuentran destrucción y pillaje. Las milicias de las Águilas del Desierto, que acompañan al Ejército en cada ofensiva, arramplaron con todo lo que pudieron tras la salida del EI, “pero el Ejército no permitió que se lo llevaran y el Tigre (apodo del general Suheil Al-Hassan, el más conocido y respetado de las fuerzas armadas) ordenó quemar todo el botín”, informa el coronel Ibrahim. Electrodomésticos, alfombras, sillas, mesas… hogares enteros están ahora desparramados por las calles y las cunetas. Sin el pillaje las familias tenían una oportunidad de rehacer sus vidas aquí, pero no se frenó a tiempo y ahora todo será aun más complicado. “La alegría por la noticia de la liberación se diluyó cuando regresamos y vimos lo que ha ocurrido después, pero ¿qué podemos hacer?”, se pregunta un vecino que pide mantener el anonimato.

Los que tienen medios llegan en furgonetas, pero la mayoría lo hace en autobuses desde Homs, algunos puestos por el Gobierno, otros privados. Paran en la calle Assad Al Amir y de allí van a sus casas para recuperar lo que pueden. Poca cosa. Tan poco, que lo pueden llevar encima y cargarlo en el maletero de un autobús que les pide 25.000 libras (unos 50 euros al cambio), una fortuna en la Siria actual por este viaje al horror.

El EI les echó de sus casas y las milicias les han robado… “En cuanto supe que los yihadistas estaban a las puertas de la ciudad me fui con mi familia y no había vuelto hasta hoy”, afirma emocionado en un buen inglés Jamal Fahed, antiguo empleado de uno de los hoteles en los que paraban los turistas que acudían aquí atraídos por los restos arqueológicos. Apenas tienen tiempo para hablar. Hay prisa por salir cuanto antes. A su lado, Nasser quiere ser optimista y confiesa que “pensaba que estaría aun peor, necesitaremos tiempo para hacerlo habitable, pero volveremos, seguro que volveremos”, dice este funcionario que apenas ha logrado llenar una bolsa de basura con algo de ropa y unas fotos de la familia. Mientras el mundo se preocupa por el estado de las ruinas, Mustafa Assad, grita con rabia que “lloro por Siria y por los sirios. Claro que los templos son importantes, pero la gente también lo es. Cada día mueren sirios en el mar, a otros les rechazan en Alemania, aquí vivimos entre ruinas… no nos merecemos este castigo. ¡Ayuda, por favor!”

Los autobuses salen de vuelta a Homs cargados con los recuerdos de una vida que no volverá. Tras la salida de los civiles, decenas de cochecitos de niño y sillas de ruedas quedan tirados por el suelo a la espera del próximo convoy. Los yihadistas los empleaban para mover explosivos cuando ya no podían ir en coche o motos por miedo a los ataques aéreos y ahora los usan sus víctimas para transportar sus últimas pertenencias. Sale la gente y vuelve un silencio fantasmagórico que solo rompen las detonaciones de las minas.  Cada autobús, cada vehículo que se mueve en la carretera pasa bajo la gran fortaleza desde la que los soldados rusos controlan cada movimiento en un oasis convertido en la línea del frente ante el califato.