HAMMAN SUSA. “La última vez que le vimos fue hace ocho años cuando vino al funeral del su hermana, desde entonces nunca más se acercó a su casa”, Mohamed Morjane es un empleado jubilado de los muelles. Trabajaba en el mismo lugar donde lo hacía el padre del ex presidente y vive a escasos metros del número once de la calle Sidi Al Garby donde se encuentra la casa donde nacieron Ben Alí y sus diez hermanos. Cada mañana se acerca al café de la plaza de este pequeño pueblo costero de 35.000 habitantes, situado a 120 kilómetros de la capital, y disfruta compartiendo tertulia futbolera con sus amigos. De las paredes cuelgan las fotos con las plantillas del equipo local, ahora en la segunda división tunecina, pero que es el orgullo de los vecinos. La revolución, sin embargo, eclipsa estos días cualquier conversación y más en la cuna del ex dictador.

A diferencia de lo sucedido en casos de tiranos como Sadam Husein que durante sus mandatos se dedicaron a favorecer sin disimulo a sus lugares de origen y apostaron por sus vecinos para los puestos clave, Ben Alí “nunca hizo nada especial por nosotros, nada de nada”, repiten los vecinos sin vacilar. La revolución ha sido pacífica en las callejuelas encaladas de Hamman Susa, sólo el cartel roto de la sede de la Agrupación Constitucional Democrática (RCD, por sus siglas en francés), partido oficial del régimen, muestra el cambio de era. “En sus primeros años, cuando estaba casado con la hija de un general, venía a pasear y se le podía ver, pero el segundo matrimonio le cambió la personalidad, nunca volvió a ser el mismo”, piensa Zuhaier Morjane, profesor de matemáticas que fuma sin parar cigarrillos tunecinos de la marca 20 Mars, fecha de la independencia de Francia. El resto de los contertulios asiente. No hay duda, Leyla Trabelsi “le lavó el cerebro” y logró que el RCD se convirtiera “en una forma de vida, una mafia que llegaba a todos los campos de la sociedad. Incluso se obligaba a intelectuales y hombres de negocios ajenos a la política a afiliarse para mejorar la imagen de la formación”, denuncia Zuhaier.

Caminando por la parte vieja se llega hasta la humilde casa natal del ex dictador. Una vecina guarda las llaves y se encarga de la limpieza y mantenimiento. Junto a la puerta una placa cuadrada de mármol recuerda que aquí nació Zine El Abidine Ben Alí en 1936. Nadie se pone de acuerdo sobre la familia que le queda en el pueblo, pero piensan que “al menos dos hermanas y tres hermanos, aunque uno de ellos lleva cuatro años en coma”, aseguran los vecinos del portal de enfrente. “Se ha ido y ahora ya no hay que pensar en él, hay que ponerse a trabajar cuanto antes para recuperar todo el dinero que ha robado y repartirlo entre los más necesitados”, exclama una madre con su hijo en el brazo desde un segundo piso. Ni rastro del dictador. Ni fotos en las calles, ni una palabra amable de sus paisanos. Su huída del país parece el final de una pesadilla en la que todos han vivido inmersos los últimos 23 años.