DAMASCO. Colas para sellar el pasaporte en la frontera libanesa. La ONU asegura que 150.000 sirios han abandonado el país en el último mes, pero las cifras en este conflicto son un auténtico agujero negro. La salida a Líbano es la última vía internacional segura que le queda a la Siria bajo control del régimen –la carretera a Jordania es una lotería, según los taxistas- y el tráfico es intenso en ambas direcciones. Nada más pasar el puesto libanés empiezan unos kilómetros de tierra de nadie donde hasta diciembre, fecha de mi último viaje, grandes fotos de Bashar Al Assad daban la bienvenida al viajero junto a carteles de Syriatel, la empresa de telefonía nacional. Hoy no queda un solo cartel del presidente y hay que esperar hasta el mismo puesto de control sirio hasta ver el primer Bashar sonriente. Tras hacer cola para sellar la entrada al país espera el control del material en el puesto de control de aduanas donde también hay cambios. Una foto enorme de Bashar preside la sala, situada justo detrás de la mesa del inspector jefe, y en las paredes laterales Hafez Al Assad y un recién colgado Hasan Nasralá, líder de Hizbolá, se miran frente a frente. Hay que esperar a que lleguen los agentes dedicados en exclusiva a la revisión del material de los periodistas y, entre té y té, un rosario de ciudadanos pasa por el lugar a obtener la firma del inspector. Algunos regresan al país después de pasar unos meses fuera. Un hombre me muestra las cicatrices en la pierna y cuenta que fue secuestrado durante una semana por un grupo de delincuentes que se llevó su coche y tras pedir un rescate millonario y cobrarlo, le arrojaron a las afueras de Damasco y le pegaron un tiro en la pierna izquierda.
Tras el visto bueno de la aduana quedan cuarenta kilómetros hasta la capital. Hay que superar ocho puestos de control en los que los agentes examinan el pasaporte y el papel firmado por la aduana con la autorización para las cámaras. A los lados de la carretera se observan nuevas posiciones militares en lo alto de las colinas, con sacos terreros y metralletas fijas apuntado a la carretera de doble carril que une Líbano con Damasco. Los vendedores de miel duermen la siesta en sus casetas, esperando que algún conductor cansado de hacer cola ante los puestos de control se acerque a comprar un tarro. Tras veinte kilómetros de subidas y bajadas la carretera inicia el descenso hacia Damasco y pronto aparecen las primeras columnas de humo negro que recuerdan a todos que llegan a una capital en estado de guerra. Daraya es la puerta de entrada a Damasco, limita con el aeropuerto militar, y desde hace tres meses el Ejército intenta sofocar sin éxito la resistencia de los grupos armados de la oposición. Junto a Jobar forman los dos puntos más calientes y más próximos al primer anillo damasceno.
Una vez en la capital sorprende encontrarse con una avenida de Mezze semidesierta a media tarde. El miedo a los atentados y los morteros caídos en los últimos días –hoy otros dos en la Universidad- han aumentado la sensación de inseguridad entre una población hastiada de tanta violencia. Cansancio, esa es la palabra que define el estado de la población que mira desesperadamente al exterior a la espera de un pacto salvador que ponga fin a la matanza diaria.
En el hotel Sultán no hay habitaciones libres. “Nos hemos convertido en un pequeño campo de refugiados”, bromean en la recepción de este hotel de dos estrellas famoso hasta 2011 entre mochileros y grupos de arqueólogos. Ahora los niños corren por los pasillos y las madres ocupan la cocina a la que antes solo tenían acceso los empleados. Los hombres siguen las noticias en la televisión del comedor. Como el resto de hoteles modestos de la capital ha cambiado a los turistas de mochila por los sirios de clase media que huyen de un extrarradio en llamas. Desde el vestíbulo se distinguen con claridad las explosiones que llegan del este y sur de la ciudad y los responsables del hotel aseguran que “la situación es cada vez peor, cada día que pasa empeora y lo peor es que no se ve una salida en el horizonte”.