La guerra se termina en Afganistán. A partir de 2014 será la hora de los mentores, los entrenadores de las fuerzas afganas que permanecerán sobre el terreno para mejorar las fuerzas de seguridad locales. Preparadores como el sargento primero Joaquín Moya o los oficiales de la Guardia Civil José María Galera y Abraham Leoncio Bravo, los tres caídos por disparos de la insurgencia en Badghis. El contacto directo con unos hombres en los que no se confía obliga a estos profesionales a estar alerta las 24 horas, pero cuando el disparo no llega de uno de los alumnos, puede llegar de una loma como ocurrió ayer. La persona que disparó seguramente no sabía que el sargento primero Moya estaba en una misión de adiestramiento, pero con su bala golpeó a la columna vertebral de la nueva estrategia de la comunidad internacional en suelo afgano, la enésima que se pone en práctica desde 2001.

Desde que en 2008 se empezara de verdad a formar un aparato de seguridad afgano se han dado múltiples incidentes mortales. La mayoría han afectado a americanos, que son quienes llevan la batuta en la preparación afgana. Las cifras de la OTAN hablan de 300.000 policías y militares listos para entrar en acción y comenzar a asumir los huecos dejados por las fuerzas internacionales inmersas en el proceso de repliegue. Una cifra positiva sobre el papel, pero insostenible sobre el terreno sin el apoyo económico (los sueldos los paga la comunidad internacional), la logística (bases, vehículos, gasolina, armamento, municiones… gracias a la Alianza) y estratégica. Cuando en 2014 termine la misión, las fuerzas afganas tendrán similares problemas a aquellas que formaron los soviéticos en los ochenta y que se esfumaron nada más concluir la ocupación. Al igual que la guerra convencional de la OTAN ha fracasado en el país asiático, la formación de un Ejército y Policía regulares va camino de convertirse en otro error de la larga lista de los cometidos en los últimos diez años por su absoluta dependencia extranjera.

Los mentores conviven cada día con el problema de las deserciones, el miedo a que un alumno les pegue un tiro o que un mando les venda al enemigo y sufran una emboscada. Pero conviven también con la frustración de llevar a primera línea a jóvenes que no saben leer ni escribir, que cogen un arma por la necesidad de llevar unos afganis a su casa para poder comer, o para vestirse un uniforme y unas botas que les protejan del frío. La épica de la ‘lucha contra el terror’ o la ‘seguridad de Occidente’ quedan para nuestros ministros y políticos de turno. En Afganistán el día a día es una miseria, la única gloria de morir por este futuro sombrío es la de hombres como Joaquín Moya que pese a la cruda realidad que conocía mejor que nadie cumplen con su deber.