YOBAR. “Discúlpeme, tengo a tres hijos de 12, 10 y 9 años sepultados entre los escombros que está fotografiando, nadie hace caso a mis peticiones, ¿puede usted ayudarme a sacarlos para enterrarlos de una vez?”, Bassam Suleyman perdió a sus tres hijos hace un mes, en los últimos días de la ofensiva del Ejército sirio para expulsar a los grupos armados opositores de Guta. Dos misiles derribaron el edificio de siete plantas en el que se encontraban en Ain Tarma, zona adyacente a Yobar, la que ha sido la auténtica zona cero de esta batalla. A él le rescataron entre los cascotes, lo mismo que a su mujer y a su bebé recién nacido, pero sus tres hijos y otros catorce vecinos no tuvieron la misma suerte. “¡Malditos terroristas! ¡Maldigo el día que llegaron! Lo he perdido todo, absolutamente todo por su culpa. ¡Son unos malditos!”, grita con impotencia este padre roto, que deambula por los escombros de una zona arrasada por los bombardeos de artillería y aviación sirios y rusos.

Hora de bajar la cámara. Hora de callarse.

Devastación absoluta. Kilómetros y kilómetros de zonas arrasadas por los combates. Se acaban las palabras. No hay descripción posible, ni fotografía que recoja semejante brutalidad. “Yobar era la posición más adelantada de Faylaq Al Rahman, el lugar desde el que pretendían asaltar Damasco y la capital es una línea roja, una posición que hay que defender cueste lo que cueste. Hay que hacer todos los esfuerzos necesarios y el enemigo debe saber que no vamos a parar hasta acabar con el último terrorista que quede en Siria”, afirma un alto mando militar que ha estado en los frentes de Yobar y Ain Tarma desde el inicio de la guerra. Ese “cueste lo que cueste” se ha traducido en bombardeos masivos de artillería y aviación por parte de los ejércitos de Siria y Rusia y en una sofisticada red de túneles cavada por el grupo islamista apadrinado por Catar, que ha resistido bajo tierra hasta que hace un mes pactó su rendición con el Gobierno y sus combatientes salieron para la provincia de Idlib, al norte del país.

“No esperamos que vuelvan los civiles porque está sembrado de explosivos”, señala el militar al que han ordenado acompañar al periodista por las ruinas de lo que hasta 2011 era un barrio floreciente de Damasco en el que se concentraba buena parte del negocio textil del país. Imposible reconocer las calles. A diferencia de otros lugares de Guta, a Yobar no se permite el acceso de los vecinos que quieran comprobar cómo ha quedado su casa debido a los artefactos explosivos improvisados y a la cantidad de misiles que hay sin explotar. “Ese es un ‘misil elefante’ (proyectil empleado por el ejército sirio) ni te acerques, y lo que ves un poco más lejos es un misil Omar, el que nos lanzaban ellos cada día”, advierte el soldado, poco antes de entrar en un bloque fantasmagórico de viviendas que resulta ser uno de los cuarteles de Faylaq Al Rahman. Descendemos y descendemos hasta encontrar un hospital completo, salas de reuniones y un taller para la fabricación de explosivos. En el suelo hay un ejemplar del boletín de Faylaq Al Rahman y en las paredes se leen lemas como “Siria es el país del Islam y sólo será gobernado por el Islam”.

Una vida bajo tierra

Los túneles son interminables, de diferentes tamaños y en diferentes niveles. Una obra de ingeniería compleja que “ha sido posible gracias a los ingenieros de Hamás, ellos aprendieron de Irán para hacerlos en Gaza, pero en 2011 se posicionaron contra el Gobierno y comenzaron a colaborar con la oposición armada”, apunta un periodista local con una dilatada experiencia en el conflicto y que ha visitado Yobar en diferentes etapas del conflicto. Ahora las únicas explosiones que se escuchan son las que retumban desde Yarmouk. Los aviones lanzan un ataque tras otro contra este campo de refugiados palestinos en el que el grupo yihadista Estado Islámico (EI) resiste y los militares temen que será una necesaria una operación casa por casa para poder acabar con ellos, porque ellos no aceptan ningún pacto de evacuación.

Ascendemos hasta lo que fue la torre de telecomunicaciones, un edificio desde el que se percibe lo cerca que llegaron los opositores armados del centro de Damasco, apenas tres kilómetros. La línea divisoria la marca la destrucción y el mar de trincheras levantados por unos y otros para defenderse. Hubo momentos en los que estuvieron a punto de alcanzar el estadio de Damasco, en la plaza de los Abásidas, y sus morteros caían a diario en zonas de la capital como el barrio cristiano de Bab Touma, pero no lo consiguieron y esos combatientes se encuentran ahora en la provincia de Idlib, área de influencia turca. Atrás dejan una tierra quemada a la que será muy complicado que puedan regresar los civiles. Una tierra en la que están sepultados los hijos de Bassam Suleyman y quién sabe cuántos más.