BEIRUT. “Nos obligaron a estar de pie sobre los cadáveres de nuestros propios vecinos. Mi hermana quiso tapar mis ojos, pero un soldado se lo prohibió porque querían que viéramos lo que estaba ocurriendo”. Amina Sakaa es una superviviente de la matanza de Sabra y Chatila. Nunca olvidará aquellos 16, 17 y 18 de septiembre de 1982 en los que la Falange Cristiana, con el consentimiento del Ejército de Israel, dirigido por el entonces Ministro de Defensa, Ariel Sharon, entró a estos dos campos de refugiados situados en Beirut y masacró a miles de personas. No hay datos concretos sobre el número de muertos, de cuatrocientos, según los libaneses, hasta los cuatro mil que aseguran los palestinos. Como ocurre con todo en Líbano, en vez de recordar y buscar el perdón entre comunidades, se dedicó un parque a los caídos y punto y final, como si nada hubiera ocurrido en este suceso que Naciones Unidas reconoce como ‘genocidio’.
Del mítico campo de Sabra sólo quedan los cuatro edificios del antiguo hospital Gaza, uno de los mayores logros de la Organización por la Liberación de Palestina (OLP) hoy convertido en una verdadera colmena humana. Mil familias ocupan las habitaciones, quirófanos y demás instalaciones del centro. Hacinados, rodeados de basura, sin luz ni agua corriente, sobreviven como animales. Chatila, por su parte, mantiene su estatus de campo de refugiados y según datos de Naciones Unidas allí viven 8.370 personas registradas, y al menos otras tres mil sin registro alguno.
Leyes estrictas
La legislación libanesa es estricta respecto a los palestinos. Con la premisa de que “no se asienten y terminen olvidándose de que algún día volverán a su tierra”, aseguran diferentes abogados consultados, esta dureza se traduce en que los palestinos no pueden desempeñar 82 oficios, no tienen derecho a comprar una casa, ni a formar una empresa o una ONG… Todo esto ha generado una situación de doble moral que emplean los libaneses para conseguir mano de obra cualificada a mitad de precio, o prestar sus nombres para que ciudadanos palestinos puedan emprender nuevos negocios. “He nacido en Líbano, pero nunca seré libanés. Soy médico, pero tengo que trabajar sin contrato, ni seguro, porque un palestino no puede ejercer la Medicina en Líbano. Así que el dueño del Hospital me paga menos que a un auxiliar de enfermería libanés. Aun y todo, es mejor que estar en los campos”, señala un doctor que prefiere mantener el anonimato.
En la lista de empleos vetados a palestinos va de ingenieros, médicos o abogados hasta porteros de edificios o asistentes de oficina, todo ello en nombre de la seguridad nacional. Una mujer libanesa casada con un hombre palestino no pasa la ciudadanía a sus hijos, sí a la inversa, los palestinos que quieren ir a la universidad deben pagar tasa más altas… “Los cristianos tienen miedo que seamos ciudadanos de pleno derecho porque esto supondría la ruptura del equilibrio de sectas en el país. A nadie le importan los derechos humanos, es un juego político. Estamos en peor situación que los que viven en Siria y Jordania”, lamenta Bassam Jamil Hubeichi, director de la Organización Palestina de Derechos Humanos en el campo de Mar Elías.
Privados del acceso al trabajo, sanidad y educación, los refugiados palestinos viven sumidos en la miseria, dependiendo de la ayuda internacional. La UNRWA (organismo de Naciones Unidas para el auxilio de los refugiados palestinos), estima que más del sesenta por ciento vive por debajo de la línea de pobreza. Las constantes denuncias, sin embargo, no han servido para mejorar sus condiciones de vida.
Milicias en los campos
Los campos son como pequeños guetos, pero la presión social libanesa atraviesa sus límites. Aunque la mayoría es suní, los carteles y banderas que comparten espacio con las fotos de Arafat y los líderes de Hamás, son las de Hizbolá, la gran formación chií libanesa. Los rumores que apuntaban a un posible reclutamiento de milicianos palestinos para luchar del lado suní en la última confrontación entre gobierno y oposición, que acabó con la toma del Oeste de Beirut por parte del ‘Partido de Dios’, eran falsos. Hasán Nasralah es un héroe para los palestinos y Hizbolá un modelo para la resistencia frente a Israel, además de un importante apoyo económico para la maltrecha economía de los refugiados. Las fotos del clérigo están en cada calle de Shatila, un campo situado a apenas unos minutos caminando de Dahia, el auténtico feudo chií del país.
“La clave está en no volver a las armas, no cometer los errores de los ochenta cuando Arafat y sus hombres controlaban el país. Lo que hoy sufrimos es consecuencia de aquello”, asegura el nuevo responsable de seguridad de un campo que hoy es un modelo para el resto porque ha logrado confeccionar patrullas de seguridad internas compuestas por miembros de todas las facciones palestinas.
Ni la Policía, ni el Ejército libanés tienen acceso a los campos. La seguridad es competencia estricta de los propios palestinos, que debido a la extrema pobreza se enfrenta ahora también al narcotráfico y a la llegada de grupos extremistas cuyas ideas calan rápidamente entre una juventud desanimada por el futuro que les espera en Líbano, tal y como ocurrió en Nahar al-Bared. Sesenta años después de su expulsión de Palestina y veintiséis años después del genocidio de Sabra y Shatila, los palestinos siguen transmitiendo de generación en generación el sueño de la vuelta a casa, un sueño que se convierte en pesadilla en cada campo de refugiados.