DAMASCO. Todo parece normal en el centro de Damasco, pero solo hay que coger un taxi cerca de la ciudad vieja y en menos de quince minutos uno encuentra auténticas escenas de guerra. Durante los primeros días de la ofensiva del Ejército contra los barrios del este hubo hospitales de campaña improvisados en mezquitas y domicilios particulares para atender a los milicianos heridos del Ejército Sirio Libre (ESL). Hoy no quedan heridos, sólo fosas comunes en las que los cuerpos de los opositores esperan que se levante el cerco militar para ser enterrados. La situación parece bajo control, pero los responsables del régimen saben que en cuanto comience el repliegue de sus fuerzas las calles volverán a llenarse de manifestantes. Son como bomberos que tratan de apagar un incendio que cada vez tiene más focos activos.

Cuerpos de milicianos sw ESL escondidos en una escuela de Saqba (M.A)

La revuelta ya está en Damasco y comienzan también los problemas en Alepo, la segunda ciudad del país. El régimen dice una cosa, la oposición otra diferente, y es una situación en la que es imprescindible estar sobre el terreno para intentar comprender lo que ocurre. Siria no es Túnez, Egipto, Libia o Yemen, pero la sensación en las calles es que el régimen tiene los días contados, un secreto a voces que cada vez menos sirios tienen miedo en proclamar en voz alta y ante un extranjero, algo impensable hace tan solo diez meses. Taxistas, estudiantes, comerciantes… el nombre de Bashar Al Assad ha dejado de ser un tabú. Sus fotos continúan en las paredes, igual que las estatuas de su padre en algunos parques, pero esa especie de ‘Gran Hermano’ que todo lo vigilaba ha dejado de inquietar a los ciudadanos.