MOSUL. Mosul despierta muy poco a poco de una pesadilla de tres años de califato. El Ejército de Irak, las Unidades de Movilización Popular (milicias chiíes) y los peshmerga kurdos, con apoyo de la coalición que lidera Estados Unidos, lograron recuperar en julio el control de la que fue capital del grupo yihadista Estado Islámico (EI) en Irak después de diez meses de ofensiva que ha convertido en escombro gran parte de la orilla oeste de esta ciudad partida por el Tigris. Los seguidores del califa resistieron hasta la muerte en una batalla que supuso todo un punto de inflexión, ya que tras la pérdida de Mosul los yihadistas han encadenado derrota tras derrota, escapan al desierto, como lo hicieron en Tal Afar, o se rinden, como ocurrió esta misma semana en Hawija con más de mil combatientes, según informaron los mandos estadounidenses de la alianza.
“Quieren luchar, pero nosotros ahora empleamos mucha más fuerza que al principio. Al hierro le respondemos con mucho más hierro y no tienen capacidad de respuesta”, asegura bajo condición de mantener el anonimato un oficial de la Policía Federal destinado en Mosul y que tiene bajo su responsabilidad la seguridad en la Ciudad Vieja. La auténtica zona cero permanece acordonada por las fuerzas de seguridad y se necesita un permiso especial para poder entrar. “No hemos tenido tiempo de limpiar el lugar de explosivos… ni de terroristas. Quedan miembros del EI escondidos entre los escombros y por eso es un lugar peligroso al que los civiles no pueden regresar. La guerra no ha terminado”, lamenta este oficial antes de conceder el permiso de acceso a este medio e informar de que la vista debe realizarse con protección.
El paisaje es fantasmagórico. El silencio solo se rompe por disparos aislados y por el sonido rugoso de nuestros pasos sobre los escombros. La Ciudad Vieja es un laberinto de edificios y más edificios en ruinas que extienden su agonía hasta el Tigris, un reflejo desdibujado, gris, roto y polvoriento de lo que un día fue el centro neurálgico de la ciudad más importante del norte de Irak. Aquí se atrincheraron los yihadistas hasta el final, rodeados de civiles, y aquí es donde el castigo de la aviación y artillería fue más brutal.
La única zona en la que se puede caminar es la que rodea a la Gran Mezquita de Al Nuri, el templo de casi 900 años que simboliza el auge y caída del califato. La cúpula verde se mantiene de forma milagrosa en pie después de que los yihadistas decidieran dinamitar el lugar en el que el califa Abu Baker Al Bagdadi se presentó al mundo en el verano de 2014. No querían que Al Nuri cayera en manos del enemigo y prefirieron borrar con dinamita su historia casi milenaria y la de su minarete ‘jorobado’, del que solo se ha salvado su base.
Guerra sectaria
Los jóvenes militares que custodian advierten del peligro que hay en esta zona y aseguran que han perdido tres compañeros en las últimas horas por disparos de yihadistas escondidos. La gravedad de la información contrasta con la falta de tensión que se observa en los puestos de control y en la forma de patrullar. La guerra contra el EI dura más de tres años y los iraquíes están deseando de que acabe, sobre todo estos jóvenes que vienen en su inmensa mayoría de las provincias chiíes del sur y que no se sienten queridos en las partes suníes del país de las que han expulsado los seguidores del califa. “No nos quieren, pero ahora no tienen más remedio que aguantarnos. Sus prioridades son el agua y la electricidad, pero cuando tengan tiempo para pensar, volverán los problemas. Tuvieron a Al Qaeda, luego al EI, ¿qué será lo siguiente?”, se pregunta uno de los militares en el control de acceso a la mezquita de Al Nuri, decorado con banderas del Imán Hussein, nieto del profeta y tercero de sus doce imanes.
El martirio de Hussein hace más de 1.300 años en Karbala -toda su familia murió junto a él, menos las mujeres y niños, y fue decapitado- agrandó el cisma en el mundo musulmán abierto tras la muerte de Mahoma y supuso la separación definitiva entre chiíes, seguidores de la familia del Profeta, y suníes, que optaron por los califas. Un cisma que ha llegado a nuestros días y que la mayoría chií que forma la columna vertebral de las fuerzas armadas lleva como estandarte en Mosul, uno de los grandes bastiones suníes de Irak.
Por encima de la bandera negra, blanca y roja iraquí, son los emblemas de Hussein los que presiden los puestos de control y oficinas de las fuerzas de seguridad. “Es la primera vez que vemos algo así en estas calles, pero ¿qué podemos hacer? Ellos han echado al Daesh (acrónimo en árabe para referirse al EI) y son quienes tienen ahora el control, pero no es normal ver aquí toda esta parafernalia chií”, señala Sofyan, un joven de la parte este de la ciudad, la que fue liberada enero y en la que la vida ya es casi normal, que después de haber sobrevivido al EI espera dejar atrás para siempre lo que califica de “castigo” para la humanidad.
Vuelven los móviles, tabaco y cafeterías
La frontera entre la muerte y la vida es de apenas unos metros en la parte oeste de la ciudad. Pese a la falta de agua y electricidad, en cuanto los militares aseguran y abren una calle, los civiles vuelven, o al menos lo intentan. Muchos se encuentran sus hogares destrozados y optan por ocupar alguna casa menos dañada. Algunos comercios reabren sus puertas y “el tabaco y los móviles son lo más solicitado porque estaban prohibidos con el Daesh, la gente tiene que desquitarse de tanta prohibición”, afirma Uday, dueño de una tienda de telefonía en la que ha instalado una gran pantalla para ver fútbol. “También teníamos prohibidos los partidos, así como las camisetas de nuestros equipos favoritos e incluso aquellas con los logotipos de marcas internacionales… todo estaba prohibido”, apunta este comerciante ante la atenta mirada de una clientela que, como en cualquier otro lugar del mundo, se debate entre iPhone y Samsung.
Cerca de la tienda de Uday, un grupo de jóvenes juega una partida de cartas en el café Abudabi. Al final de la calle, una barricada corta el paso hacia la Ciudad Vieja. Dentro del local, recién reformado después de que los yihadistas le prendieran fuego, varios clientes se desafían en una vieja mesa de billar y Mohamed, el dueño, sintoniza su nueva televisión de plasma. “Cerramos porque cada día venía su gente a multarnos. A mí incluso me llevaron dos meses a la cárcel por mis tatuajes, fue horrible, pero ya ha pasado y todo va a ir bien a partir de ahora. Vamos a volver a tener la misma ciudad que teníamos antes del verano de 2014”, apunta con optimismo Mohamed, cuyo café es la única muestra de vida en una manzana de casas podrida por los efectos de una guerra que ha mutilado Mosul y le ha dejado huérfano de su orilla oeste, en ruina y unida por un único puente levantado por los militares con la orilla este del Tigris.