KABUL. La nueva terminal internacional de Kabul se ha quedado pequeña. A media tarde salen tres vuelos a Dubai y apenas se puede dar un paso. Al fondo de la sala de espera un centenar de hombres trata de rezar. Pegados los unos a los otros cada vez que uno se agacha arrastra a su compañero más cercano.
Las cosas han cambiado en los últimos once años, faltaría más. El aeropuerto internacional de una capital retrata al país. Aquí desde que uno pasa el primer control hasta que llega a la sala de espera pasa por más de media docena de controles. Algunos muy aparentes, pero poco estrictos. El primero es en la rotonda de acceso al aeropuerto y no hay ni que bajarse del coche. El segundo es un “body massage” (cacheo, masaje completo), hay que apearse del vehículo para el cacheo. Pocos metros más adelante, en la rotonda decorada con un Mikoyan (Mig) soviético se tuerce a la derecha y volver a bajarse del coche para un nuevo “body massage”. En cuarto lugar llega el escáner de las maletas en una caseta donde el agente de turno o está dormido o se espabila al ver a un extranjero y le pide unos dólares. “Está viendo la televisión, no hay pantalla de control”, bromea un libanés que tengo por delante. Superado el trámite hay que atravesar el aparcamiento y tras cruzar por una especie de terminal de llegada con cafeterías y casas de cambio volvemos a encontrarnos con un policía que pide el billete. Que a nadie se le ocurra intentar volar desde Kabul con la copia en papel de su ticket (ocurre algo similar en Bagdad). Adelante. A menos de veinte metros hay que volver a enseñar el billete, el pasaporte y tercer “body massage” del día antes de subirse a un autobús que hace el recorrido hasta la terminal internacional. Un vehículo alto y poco apto para el transporte de pasajeros con maletas, que colapsan las puertas de entrada, el pasillo central y al final hay que ir casi colgado de la puerta.
Sala de espera del aeropuerto internacional de Kabul. (M.A)
Ánimo. Tras un minuto de autobús el vehículo se detiene. Queda un paseíto hasta el control de acceso a la terminal. De nuevo hay que mostrar el billete a un policía que no se molesta ni en mirarlo. Ya estamos en la nueva y acristalada terminal. La seguridad es competencia de la empresa Global que ha entrenado a personal afgano que se emplea a fondo. Hay tres colas antes de pasar el control de equipajes. En la boca del escáner, un nuevo “body massage”, esta vez con un agente de seguridad que chapurrea en inglés palabras como “empty pockets” o “turn right”. Cruzo los dedos antes de meter el equipaje (con chaleco antibalas, casco y una maleta con satélites, cámaras, cables, baterías…), pero la mujer que está detrás del monitor no ve nada extraño.
Flydubai solo tiene dos mostradores de facturación. El resto son territorio de Kam Air, Safi y Ariana. Facturo dos bultos que pesan 23 kilos y pido, como siempre, un asiento lo más adelante posible y en pasillo. Sin problema, me dan el 4C. El avión va medio vacío, la gente no apuesta por la línea de bajo coste de Emirates porque sus tarifas son más caras que el resto (150 euros el trayecto) y te obliga a pagar por las consumiciones. Con la tarjeta de embarque lista y el equipaje de mano a la espalda pongo rumbo al piso superior donde se encuentra el control de pasaportes. Antes hay que pasar por un mostrador para entregar la ‘tarjeta de extranjero’ que uno rellena a la entrada del país y por otro contiguo donde tres jóvenes vestidos de traje y con tres portátiles que apenas entran en la mesa, revisan el visado.
Unas pocas escaleras y hay que mostrar el pasaporte. Una fotito ante la cámara del agente de inmigración, el sello de salida sobre el propio visado (perfecto para economizar hojas del documento) y a por el último y más exhaustivo control. La cola de pasajeros esperando la inspección llega hasta el control de pasaportes. Un equipo de diez personas, hombres y mujeres, dirigen dos líneas de acceso. Después de descalzarse, dejar objetos metálicos y ordenador en bandejas de plástico, uno camina por una alfombra originalmente gris, hoy negruzca, y tras pasar el equipaje de mano por el escáner un amable agente de la empresa de seguridad, con guantes de plástico azules tres tallas mayores, revisa cada cremallera, cada pequeña cartera.
Por fin en la sala de espera. No hay sitio, pero no importa. Un ‘coffee milk’ (preparado de polvo que se disuelve en agua caliente) y un botellín de agua por 150 afganis (algo más de dos euros al cambio) y a la caza de uno de los asientos de cuero negro, a poder ser de los que tienen una bandejita lateral para dejar las bebidas. Desde la cristalera se ven los aviones de Safi y Kam Air, de Flydubai, de momento, no hay noticias. Al fondo de los aparatos civiles están los hangares de la OTAN con helicópteros y otras aeronaves de color gris. “El día que falten los B52 (bombarderos estadounidenses) Karzai no dura ni un té”, me vienen a la mente las palabras que esta mañana en el parlamento me ha dicho un diputado de Kandahar. Son como el gran hermano que todo lo vigila y cuando uno entra y se despide de Kabul, lo hace con la presencia militar internacional en el fondo. ¿Cómo será todo en 2014?
Llega Flydubai, un Boeing 737 al que le corresponde uno de los dos fingers del aeropuerto. En unos minutos la megafonía anuncia el embarque y dentro espera una tripulación formada por jordanos, búlgaros, estadounidenses y una senegalesa altísima. La compañía es un pedazo de Dubai en medio de Kabul. Despegamos, el polvo se traga pronto la capital afgana que va quedando como una nube cada vez más pequeña. Hasta pronto.