BERSEBA. Como cada día al sonar el timbre que anuncia el final de las clases, los niños etíopes del colegio Makif Rabin de Berseba se juntan en diferentes aulas para recibir lecciones particulares de refuerzo. Hebreo, inglés, matemáticas… “todo lo que el resto de alumnos puede permitirse fuera del sistema educativo de forma privada, nosotros tenemos que hacerlo así porque las familias de la comunidad no disponen de recursos suficientes”, explica Daniel Nadawo, responsable en el sur de Israel de la ONG The Ethiopian National Project, encargada de la adaptación de los judíos etíopes. Situada a las puertas del desierto del Néguev, cien kilómetros al sur de Tel Aviv, Berseba es una ciudad de 200.000 habitantes que ha crecido a base de construcciones de baja calidad que han ido ocupando con el paso de los años emigrantes judíos llegados en distintas oleadas. En el barrio conocido como ‘número once’ hay cerca de ocho mil etíopes, “una de las concentraciones más importantes del país”, asegura Nadawo.

Casi tres décadas después de su emigración masiva esta comunidad suma unos 140.000 miembros -de la población total de 8 millones de israelíes- y muchos de ellos han nacido y servido al Ejército de un país donde se sienten rechazados. El domingo las calles de Tel Aviv asistieron a las protestas más violentas que recuerda la capital de Israel reconocida por la comunidad internacional. Decenas de manifestantes y policías resultaron heridos y el centro urbano se convirtió durante horas en una batalla campal. Miles de judíos etíopes marcharon en señal de protesta por el racismo que sufren en un país que desde los años setenta se ha esforzado en rescatar a esta comunidad de Etiopía y traerle hasta Tierra Santa. La chispa de las protestas fue el vídeo grabado por una cámara oculta en el que dos policías daban una paliza a un soldado etíope en un suburbio de Tel Aviv, imágenes que se extendieron de forma viral en las redes sociales y obligaron a reaccionar al presidente, Reuven Rivlin, y al primer ministro en funciones, Benyamin Netanyahu, que condenaron lo ocurrido, ordenaron abrir una investigación y admitieron los problemas de integración.

Los judíos negros son los conocidos de forma despectiva como ‘falasha’ (sin tierra), ellos prefieren ‘Beta Israel’ (casa Israel), y se les considera descendientes directos de la tribu de Dan, una de las diez tribus perdidas de Israel, que habría emigrado al sur hasta llegar a Etiopía después de la destrucción del primer templo de Jerusalén durante el asedio de Nabucodonosor II en el 587 AC.
“Después de más de dos mil años de espera logramos regresar a nuestra casa, pero la integración ha fallado y las protestas van a continuar”, piensa Tsega Melaku, líder de la comunidad y autora de varios libros sobre los problemas de los judíos negros Además del salto cultural, en el plano religioso desconocen la Halaja (ley oral), el Talmud y las enseñanzas rabínicas… lo que provoca un gran debate social sobre su verdadero judaísmo pese al visto bueno de los rabinatos sefardí y asquenazí. “Somos profundamente religiosos, no se nos puede mirar como a los árabes, como a una minoría, somos judíos y el estado de Israel nos ha traído aquí, somos ciudadanos israelíes de pleno derecho. ¿Dónde queda el Israel multicultural del que hablaba Ben Gurion? Nuestros hijos, nacidos aquí, no creen en el sistema”, lamenta Melaku.

Los datos de The Ethiopian National Project revelan que la protesta tiene argumentos. El 40% de los menores de entre 14 y 18 años que están privados de libertad en Israel son etíopes. Mientras el salario medio en el país es de 2.400 euros, el salario medio de un etíope es de exactamente la mitad y los miembros de la comunidad se emplean en trabajos que no desean los demás. Hay colegios que restringen, o impiden directamente su entrada y ocurre lo mismo en el mercado laboral.

Aliá de rescate
A diferencia del resto de aliás (emigraciones a Israel), la de los etíopes recibió a finales de los setenta el calificativo de “aliá de rescate”, por parte de la Agencia Judía, el ente encargado de traer a Israel a todos los judíos del mundo que lo deseen. Este organismo comenzó a trabajar en los años 50 en Etiopía. Hasta 1977 los judíos tenían permiso para emigrar a Israel, pero las cosas cambiaron con la llegada al poder de Mengistu Haile Mariam y la Agencia, con la ayuda del Mosad y el Ejército tuvo que planificar una estrategia de emigración clandestina a base de operaciones aéreas a puntos de encuentro situados en países vecinos como Sudán.

Naftali Aklum fue uno de los primeros en llegar. Tenía un año cuando su hermano, un líder de la comunidad local perseguido por las autoridades, contactó con agentes del Mosad que le ayudaron a escapar a Sudán y de allí, con pasaportes falsos, volaron a Grecia como escala previa a su llegada a Tierra Santa. Este camino sería seguido por miles de personas en los siguientes años. Naftali es ahora monitor de The Ethiopian National Project en Beerseba y vive estos días de protestas con “un mezcla de tristeza y alegría, ya era hora de exteriorizar lo que llevamos dentro desde hace décadas. Las leyes no son racistas, pero la gente sí. Y ese racismo empieza en la propia aliá, es mucho más fácil llegar a Israel para un judío blanco, que para un negro”. Natftali propone como solución que “lo mismo que estudiamos el Holocausto de Europa, se estudie en las escuelas nuestra historia y sufrimiento, nadie sabe nuestra historia”.

Operación Salomón
Tras varios años de operaciones clandestinas, en 1991, gracias a la mediación de Estados Unidos, el estado judío logró un acuerdo con el presidente Mengistu y lanzó la “Operación Salomón” en la que logró evacuar a 14.500 judíos etíopes en 36 horas a bordo de aviones militares y civiles. El periodista de The New York Times, Joel Brinkley, estaba a pie de pista en Lod esperando la llegada de los nuevos emigrantes y habló de “gran celebración” tras la llegada de la última aeronave. La alegría de los “etíopes descalzos que gritaban, ululaban y besaban el asfalto nada más bajar de los aviones” se mezclaba con la de los israelíes “que les miraban radiantes, maravillados por la imagen de poder dada por el estado”, según la descripción del momento de Brinkley. “Hemos hecho historia”, declaró al diario estadounidense el piloto Aryeh Oz, que a los mandos de un Boieng 747 de la compañía nacional El Al transportó al doble de pasajeros de los que marcan las reglas, “es la primera vez que un 747 o cualquier otro avión del mundo lleva a 1.087 pasajeros y no creo que nunca vuelva a ocurrir”.

Daniel Nadawo llegó a bordo de uno de esos aviones de carga, sin asientos y repleto de pasajeros. Tenía once años y “cada día que paso en este país me doy cuenta de que cada vez es más racista. Los judíos blancos no tienen claro quienes somos y nadie se lo explica, nos ven como extraños”, lamenta el responsable de The Ethiopian National Project al sur de Israel. Nunca olvidará la mañana en la que un funcionario de la embajada israelí en Adís Abeba llamó a la puerta de su casa “un viernes por la mañana y le dijo a mi madre que cogiera a sus hijos, dejara todo lo demás y fuera con rapidez a la legación”. Tras cuatro horas en el aire aterrizaron en Israel y empezó para todos ellos una nueva vida.

La emigración no ha terminado
24 años después la alegría de esa “aliá de rescate” se ha apagado. “Conseguimos salvar a todos los judíos, pero ahora tenemos abierto el frente de los ‘falash mura’ (los falashas convertidos), hay 5.000 que están a la espera de emigrar a Israel”, señala Yildar Palmor, portavoz de la Agencia Judía. Los ‘falash mura’ son judíos que hace cien años fueron obligados por la fuerza a convertirse al cristianismo, pero que nunca se integraron del todo. “No se pueden beneficiar de la ley del derecho al retorno porque ya no son judíos, pero como familiares directos de los etíopes que llegaron antes a Israel, se acogen al principio de la reagrupación familiar y aquí se convierten en ciudadanos de pleno derecho cuando vuelven a abrazar el judaísmo”. Desde la Agencia Judía confiesan que “sabíamos que había problemas de integración y somos conscientes de que existe un racismo popular a la hora de darles empleo o entre las fuerzas de seguridad, pero ha sido una sorpresa ver el grado de violencia que han alcanzado las protestas”, señala Palmor.

Al lado de la escuela Makif Rabin de Beerseba hay un local de The Ethiopian National Project con salón de billar, sala de ordenadores y mesas de ping-pong. Al concluir todas las clases los jóvenes se reúnen allí. “Es mejor esto, que dejarles en la calle. No hay relación con el resto de alumnos blancos, al salir de clase nos quedamos solos”, lamenta Daniel Nadawo. En el panel de anuncios cuelgan varias páginas de la prensa israelí con los incidentes de Tel Aviv. “Las protestas no se detendrán hasta que de verdad cambie nuestra situación”, advierte Nadawo.