TIKRIT. Busra lleva en brazos a su hijo Mustafá. El pequeño nació hace dos meses en el campo de Shehama, a las puertas de Tikrit, localidad natal de Sadam Husein que permaneció bajo control del califato hasta su liberación en marzo de 2015. Mustafá necesita leche y ropa para el invierno, dice su madre mientras levanta al bebé para no mostrar su rostro. El pequeño nunca conocerá a su padre, miembro del grupo yihadista Estado Islámico (EI) caído en la batalla de Mosul, pero pagará largo tiempo su decisión de unirse a las filas yihadistas. Busra no quiere responder cuando se le pregunta sobre cómo era su vida en la Mosul de califato, solo dice que ella es de Bagdad y que se limitó a seguir los pasos de su marido. Unos pasos que le condenan a vivir por un tiempo indeterminado junto a otras 200 familias en el campo de Shehama, donde solo residen familiares directos de los yihadistas. Un lugar vigilado por el ejército del que no pueden salir si no hay un acuerdo previo con los jefes tribales de sus lugares de origen.

Desde fuera parece un campo más de las decenas que se han tenido que levantar en Irak para acoger a los cientos de miles de desplazados por la guerra contra el EI.  Los tres años de guerra obligaron a desplazarse hasta a tres millones de personas, según datos de Oxfam. Los civiles que pueden regresan a sus casas, o a lo que queda de ellas, tras los combates, pero de Shehama “es complicado que puedan retornar porque se enfrentan a la venganza de los vecinos. Una cosa es la ley, que afecta solo a quien fue parte del EI, pero otra son los códigos tribales que se rigen por el ojo por ojo y por eso las familias que sufrieron la tiranía del EI ahora exigen venganza y lo pagan con estos familiares de miembros del grupo, aunque no tengan las manos manchadas de sangre”, aclara el director del campo, Husein Ahmed Jaled, para quien “este es el único lugar seguro para ellos”. El grupo de familiares del EI que no pueden regresar a sus casas supera las 200.000 personas en Irak, según datos de distintos organismos humanitarios.

Los campos de Irak son hornos durante el verano y frigoríficos en el invierno, que llega ya poco a poco al interior de las tiendas. Los responsables municipales de Tikrit piden “generadores, calefacciones, comida… necesitamos de todo. Al principio llegaba más ayuda de los organismos internacionales, pero ahora lo hace de forma puntual”. A diferencia de otros campos, este es competencia de las autoridades iraquíes y, según el director, “hablamos de desplazados que, si no hay un acuerdo entre tribus que desbloquee si situación, serán crónicos”. Otro de los problemas para el posible retorno de estos y el resto de desplazados es la enorme destrucción causada por los combates, que ha dejado sin hogar a miles de personas.

El paisaje lo componen mujeres y niños. Los pequeños están por todas partes. Salen de las tiendas, juegan al futbol y persiguen al periodista en cuanto ven una cámara. En la escuela del campo trabajan con programas especiales para intentar borrar de sus cabezas lo que aprendieron en los centros abiertos por el califato o lo que les enseñaron en sus propias casas. Las mujeres prefieren no hablar, tienen miedo de posibles represalias. Saad lleva aquí cuatro meses, su hijo mayor era combatiente del EI y “ahora mi situación es muy complicada, no sé qué será de mi futuro. Yo nunca le animé a unirse a ellos, fue su decisión, no la mía”, lamenta mientras camina con dificultad ayudado por dos muletas. Sufre diabetes y le han tenido que amputar una pierna. A su lado, el pequeño Muhatna muestra un informe médico que diagnostica una patología cardiaca que precisa de una operación urgente. Su hermano mayor fue un cabecilla yihadista y ahora toda la familia está recluida en Shehama. “No podemos salir y el niño está cada vez peor, necesitamos ayuda para que le operen lo antes posible”, suplica su padre, desesperado.

Fractura entre suníes

A la fractura tradicional entre suníes y chiíes, la irrupción del califato ha añadido la escisión dentro de la comunidad suní entre aquellos que apoyaron al EI y los que lo sufrieron. “Es todo un plan de Irán para acabar con nosotros y extender sus milicias en el país, no encuentro otra explicación. El EI es una creación de Teherán para debilitar a los suníes y tener carta blanca para destrozar nuestras ciudades con la excusa de la guerra contra el terrorismo”, se queja un alto cargo de la gobernación de Tikrit, que pide mantener el anonimato. Esta es la opinión extendida en las zonas liberadas del califato en Irak, pese a que las operaciones militares para expulsar al EI han estado lideradas por las Unidades de Movilización Popular. Estas son las milicias chiíes creadas tras la fatua de emergencia emitida en el verano de 2014 por el Gran Ayatolá Sistani, máxima autoridad religiosa chií del país, para llamar a filas a todos los ciudadanos con el objetivo de frenar la expansión de un EI que se había situado a las puertas de Bagdad de una forma sorpresiva. Los retratos con los “mártires” de estas milicias decoran ahora las calles de todo el país.

Las teorías de la conspiración que manejan las autoridades locales, que cuando llegó el EI huyeron al Kurdistán en busca de protección y no han regresado hasta la salida de los yihadistas, están muy lejos de las prioridades de los que habitan en las tiendas de Shehama, víctimas de unos códigos tribales que, desde el colapso del antiguo régimen tras la invasión de EEUU en 2003, llenan el vacío de poder de un gobierno central impotente.