Sin tiempo que perder, el equipo del EOD –el equivalente al Tédax español en el Ejército americano– prepara su equipo y salimos rumbo al lugar señalado por los informadores afganos. Cada vez que un soldado extranjero sale de su base se convierte en un objetivo potencial de una insurgencia que en provincias como Laghman parece aletargada, pero que en cualquier momento reaparece debido a la gran cercanía con los refugios en suelo paquistaní. Una hora después de la partida la columna se detiene antes de cruzar un río. Soldados a pie inspeccionan una zona donde la semana pasada acudieron a desconectar un artefacto que habían colocado en plena calzada. “El mes de marzo fue increíble, tuvimos trabajo prácticamente a diario y ahora parece que con la proximidad del Día de la Revolución vuelve la actividad”, destaca el jefe del grupo de desactivación de explosivos.
Aunque cada vez son más sofisticados, los artefactos son en su mayoría artesanos. La proximidad con Pakistán hace que en muchas ocasiones los explosivos procedan del país vecino, aunque cada vez en más ocasiones se están descubriendo pequeños zulos también en suelo afgano.
Falsa alarma
Todo limpio se anuncia a través de las radios. Los vehículos avanzan ahora muy lentamente hasta llegar a una pequeña localidad en la que los ancianos esperan a los americanos en la misma entrada para señalar el punto exacto donde sospechan que hay colocada una bomba-trampa. Cientos de niños rodean a los soldados que nada más poner pie en tierra tratan de apartarlos de la posible explosión, una tarea nada sencilla. El equipo de artificieros despliega su equipo y comienza una tarea durante la que se detiene el tiempo en este valle remoto del sureste afgano. Los blindados americanos bloquean el tráfico en ambas direcciones y algunos hombres toman posiciones para prevenir un posible ataque durante la desactivación.
Esta vez ha habido suerte, ha sido una falsa alarma. “Pero siempre queda la duda de si ha sido a posta para hacernos venir hasta aquí porque saben que debemos regresar a la base por el mismo camino, así que la vuelta siempre entraña mayor riesgo y no hay que bajar la guardia”, comentan mis compañeros en un vehículo que circula por un desfiladero que fue una auténtica tumba para los soldados del Ejército Rojo en los años ochenta.
“La seguridad siempre es relativa, aquí las cosas cambian muy rápido y hay que intentar formar nexos fuertes con las comunidades para no tener problemas”, comenta el Teniente Corman, del cuerpo de los Marines, responsable del entrenamiento del Ejército Nacional Afgano cuando regresamos a la base. Los hombres aplauden y se escuchan exclamaciones de alegría. Respiran tranquilos entre los muros, sacos terreros y alambradas en los que viven bunquerizados durante los doce meses que duran los relevos para ellos.
“En esta misión se miden los méritos de cada país por el número de muertos que pone sobre la mesa, el reconocimiento se gana con la sangre”, confesaba a este enviado especial un mando militar europeo destinado en Kabul pocos días antes de iniciar el empotramiento con las fuerzas americanas y Estados Unidos ha perdido 671 hombres desde que lanzara la operación Libertad Duradera.