JERUSALÉN. Una semana después del ataque contra la sinagoga del barrio de Har Nof en el que murieron cuatro religiosos y un policía, el Ejército de Israel ultima en Jabal Mukaber los detalles para el derribo de las casas de los dos primos que asaltaron el templo armados con una pistola y cuchillos. La familia Abu Jamal cuenta los minutos para la llegada de las máquinas porque el lunes ya pasaron los soldados a inspeccionar la calidad de los inmuebles y planificar el mejor acceso para los excavadoras. “Es un castigo colectivo. Ellos atacaron la sinagoga y luego la Policía les mató , ¿no es suficiente haber pagado con su vida? ¿por qué tienen que pagar ahora todas sus familias?”, se pregunta Abu Daud, el ‘mukhtar’ (notable del barrio que media en los conflictos locales) de este barrio donde viven unas 25.000 personas, que descansa en una colina anexa a la ciudad santa.

Dos enormes retratos de Uday y Ghassam presiden la entrada a la tienda donde la familia guarda el luto por los dos primos. Los considerados “terroristas” al oeste de la ciudad son “mártires” en apenas unos kilómetros de distancia. Los padres de los jóvenes responsables del ataque más sangriento que ha sufrido Jerusalén desde 2008 reciben el pésame de los vecinos y piden a la prensa que les ayude a “recuperar los cuerpos, no nos han devuelto sus cuerpos y queremos hacer el funeral” (en el Islam hay que enterrar a los muertos lo antes posible).

Derribo punitivo
Cerca de la tienda del cortejo fúnebre, donde apenas quedan sillas libres después de unas pocas horas, los miembros más jóvenes de la familia se afanan en vaciar las viviendas. Sacan muebles, retiran lámparas, instalación eléctrica y todo lo que puede ser reutilizable porque en cualquier momento llegarán los soldados. Las autoridades israelíes han respondido a la oleada de violencia palestina, que se ha acentuado tras los intentos de radicales judíos de rezar en la Explanada de las Mezquitas (Monte del Templo para el judaísmo), recuperando el derribo punitivo de viviendas. Esta práctica de castigo colectivo era habitual hasta 2005, pero tras el final de la segunda Intifada sólo se había empleado de forma puntual después de que un informe del Ejército revelara que “no tiene un efecto disuasorio contra el terrorismo”. Los derribos administrativos, sin embargo, no se han detenido en ningún momento.
Un hermano de Ghassam acaba de salir de prisión. Las fuerzas de seguridad le detuvieron a las pocas horas del ataque a la sinagoga y ahora vive con la incógnita de si su casa, pegada a la de su hermano, será también derribada. Tiene los ojos llorosos y dice que “Ghassam es una víctima de la ocupación, lo que hizo fue por culpa de la situación que vivimos a causa de la ocupación, no tenemos trabajo, no tenemos dinero, no podemos mantener a nuestros niños, estamos desesperados y un hombre desesperado es capaz de todo”. Al terminar de hablar rompe a llorar y se funde en un abrazo con un familiar que le ayuda a limpiar la casa. Los soldados sólo encontrarán a su llegada pintadas que rezan “¡Dios es grande!”. Nada más.
Castigo colectivo
El castigo impuesto por Israel va más allá de la familia y se extiende a todo el barrio. Los rectores de la escuela secundaria denuncian que las fuerzas de seguridad han atacado dos veces el centro con agua fétida y han necesitado una semana para poder reanudar las clases. El olor sigue siendo pestilente pese a la limpieza. Los más jóvenes han dejado de acudir a sus puestos de trabajo en el oeste de la ciudad por miedo a los controles de la Policía y a las represalia de judíos radicales, “tener una identificación de Jabal Mukaber es muy problemático, es mejor dejar pasar el tiempo antes de moverse”, señala Ahmed, un vecino que conocía a los dos primos y comparte el luto con la familia.
No hay frontera, pero el este de Jerusalén es un mundo diferente. Tras superar el control de seguridad de Jabal Mukaber se deja atrás unas calles repletas de basura donde los vecinos tienen que quemar los residuos en los contenedores por la falta de servicios del ayuntamiento. A pocos metros están las oficinas centrales de Naciones Unidas y un poco más adelante el parque de la Promenade, donde los turistas acuden cada día para admirar desde las alturas una vista increíble de la Explanada de las Mezquitas, el epicentro de una crisis que los medios locales ya califican de tercera Intifada.