EL CAIRO. Faltan pocas horas para que la Junta Electoral haga público el nombre del próximo presidente de Egipto. Hace una semana que votaron los ciudadanos de este país y cada día que ha pasado desde entonces ha servido para que los rumores y la desinformación eclipsen la realidad. El único dato fiable disponible es el arrojado por el recuento certificado por los jueces, pero calificado de no oficial, que da la victoria al islamista Mohamed Morsi con el 52 por ciento de los votos. Todo lo que sea salirse de este guión es teoría conspirativa, que por cierto es la que rige Egipto desde hace 17 meses.

Las primaveras árabes echaron por tierra el prestigio de analistas y expertos y las post revoluciones están haciendo lo mismo. Ahora los gurús se limitan a ponerse en uno de los dos bandos y repetir los mismos argumentos. Tenemos al grupo de los que hablan de “revoluciones robadas por el islamismo”, el más numeroso, que critican la falta de libertades para los laicos y liberales en caso de permitir gobernar a las fuerzas religiosas. Para ellos son más importantes la cerveza y los bikinis, dos de los grandes logros del laicismo según se desprende de cada tertulia en la que se echa en cara a los Hermanos Musulmanes que se van a cargar estos dos avances de la humanidad, que el resultado de las urnas. No mencionan los miles de años de cárcel que se chuparon los presos políticos islamistas (hombres y mujeres) sin juicios de ningún tipo.

El segundo grupo, mucho menor, es el que acepta  la superioridad de las fuerzas islamistas sobre el terreno, más allá de los centros urbanos y de la élite que normalmente tiene contacto con occidentales. Se han rendido a la evidencia de que estos pueblos quieren cambio y “el Islam es la solución”, como proclamó el fundador de la hermandad, Hasan Al Banna, hace ocho décadas. Miran a las urnas para justificar su razonamiento y piden una oportunidad para los Hermanos Musulmanes, un grupo tan conocido como secreto. Para ellos no vale el refrán de «más vale lo malo conocido…»

Lo que queda en entredicho en estos países es el propio sistema de elección. Cuando un voto se puede comprar por unas libras, cuando las instituciones siguen encabezadas por caciques del antiguo régimen dispuestos a cualquier cosa por mantener sus privilegios, cuando el analfabetismo golpea a las urnas como cuando un bebe llora pidiendo el biberón a su madre, cuando los militares se mueven entre bambalinas cambiando constituciones y derribando parlamentos significa que no se dan las condiciones mínimas para pueda salir algo decente de todo esto, y mucho menos estable. Por eso habría que usar otros términos a la hora de referirse a estos procesos, más que una elección parece que estamos ante una selección en la que, independientemente del voto ciudadano, serán los militares los que tengan la última palabra. Podrá salir Morsi, podrá salir Shafiq, pero la revolución sigue presa de los de verde oliva.