DAMASCO. Los dos Mercedes negros blindados vuelan por el centro de Damasco. Tras la decisión de los países del Golfo de retirar a sus enviados y después de tres días sin abandonar el hotel, los observadores de la Liga Árabe vuelven a la calle y empiezan con una larga reunión en la gobernación de Damasco. En las últimas veinticuatro horas la situación se ha deteriorado en los barrios del este de la capital y pretenden llegar a los puntos más calientes. “No queremos ir a Harasta porque nos van a disparar”, comentan los jóvenes soldados que escoltan a los enviados del organismo panárabe y que están al tanto de los funerales diarios que se celebran por miembros de las fuerzas de seguridad. Las autoridades informan de las dificultades para garantizar su seguridad, pero finalmente acceden y la caravana de observadores, militares, ‘shabiha’ (literalmente matones, pero cuyo sentido peyorativo ha desaparecido para los leales al régimen que se enorgullecen de pertenecer a este grupo) y periodistas pone rumbo a las afueras de la capital.
La primera parada es Arbin. Cientos de manifestantes protestan en el centro de una avenida cortada al tráfico. Cada día hay protestas en este barrio desde hace semanas, según los medios de la oposición que en las últimas 72 horas denuncian la muerte de 200 civiles en todo el país a manos de las fuerzas de seguridad. Desde un extremo el Ejército vigila sus movimientos y espera la llegada de los observadores para mostrar los cadáveres de “un civil y un militar con claros signos de tortura. Hace apenas dos horas un coche se acercó a este puesto control y los arrojó al suelo”, afirman los mandos ante las preguntas de los enviados del organismo panárabe que toman notas y hacen fotos. Los vehículos regresan por la misma ruta ya que el camino de salida está bloqueado por los manifestantes de la oposición. “¿Por qué no se acercan a escuchar las demandas de los manifestantes?”, preguntamos los periodistas antes de que los observadores, vestidos con sus inseparables chalecos de color naranja, vuelvan a sus Mercedes. No hay respuesta.
Shakib Katib es el director del Hospital de Policía situado en Harasta y da la bienvenida a los enviados de la Liga Árabe. “Llevo veinte años viviendo aquí, pero ahora no puedo ni ir a mi casa. Los puestos de control de los rebeldes, perdón, destructores, impiden el paso de cualquier vehículo oficial, no pueden pasar ni las ambulancias. La situación empeora día a día porque cada vez tienen mejores armas”, denuncia mientras sirven café y la presencia de periodistas empieza a cargar el ambiente en la sala. Jaffar Kibeidi, observador sudanés, sigue con atención los comentarios del doctor. Cuando este termina decide romper el silencio con la prensa impuesto por el director de la misión para aclarar los motivos por los que no dejan atrás la comitiva de seguridad del régimen y se acercan a escuchar a la otra parte del conflicto. “No se dan las condiciones de seguridad para hacerlo. Al principio sí lo hacíamos, pero ahora nos empujan, nos gritan… uno siente que su vida está en peligro. Así no podemos trabajar entre tanta furia”, lamenta antes de confesar que “el motivo por el que seguimos en Siria es la supervisión del proceso de amnistía de presos y la situación de los que siguen en la cárcel, en la calle estamos muy limitados porque el clima se ha deteriorado”. Son sus últimas palabras antes de seguir a un general del Ejército que invita a la delegación a salir al exterior para examinar cuatro vehículos que asegura fueron interceptados anoche a las fuerzas enemigas con explosivos y armamento en su interior. Bajo una foto colosal del presidente Bashar Al Assad que preside la fachada del hospital, los observadores abren los maleteros y examinan uno por uno los explosivos que más tarde los soldados colocan en el suelo.
La última parada del día es en el interior de Harasta. La caravana circula por calles desiertas en cuyas paredes se mezclan las pintadas a favor y en contra del régimen. Hay soldados en cada cruce mirando a las azoteas como queriendo distinguir la presencia de francotiradores. La delegación se detiene frente a un edificio de dos plantas en cuyo patio interior han encontrado un arsenal de los grupos armados opositores. Un puñado de Ak-47, munición, granadas, un chaleco naranja como el de los observadores, teléfonos y radios… “lo hemos localizado esta mañana, después de la operación militar”, afirman los mandos antes de dar la orden de volver al centro de Damasco, un oasis de tranquilidad cada vez más cercado por la violencia. Los pocos civiles que hay en la calle no quieren responder a las preguntas de la prensa. Sólo dicen que anoche hubo una gran operación del Ejército, que ahora está por todo el barrio. Ni una palabra más.