GAZA. La guerra del verano le robó el ojo derecho a Mohamed Badrán, le dañó severamente el izquierdo y le dejó huérfano de padre. Su familia da gracias a Alá porque el pequeño, de nueve años, sigue vivo. El proyectil impactó en el cuarto en el que dormía con tres de sus ocho hermanos, atravesó el tabique central y salió por el otro extremo de la vivienda dejando un boquete en la cocina. Su casa fue la única que Israel atacó en toda la manzana y, pese a la destrozos, sigue siendo la residencia de una familia que se reparte en sus cinco pisos en el campo de refugiados de Nuseirat. No hubo aviso previo, Israel quería matar a Nedal Badrán, cabeza de la familia y responsable de la brigada antinarcóticos de Rafah. Una semana más tarde otro proyectil se encargó de cumplir este objetivo y acabó con su vida mientras rezaba a primera hora de la mañana en la mezquita del campo de refugiados. El templo desapareció para siempre del mapa y ahora solo queda un minarete huérfano al lado de un solar en el que los niños juegan al fútbol.
Antes de morir, Nedal tuvo tiempo de ver las heridas sufridas por los suyos. Hanaan, en el cuello, Ibrahim, en las manos, Imam, en la pierna, y Mohamed en los ojos. El niño estuvo a punto de formar parte de la lista de los 500 niños que mató Israel durante una ofensiva en la que murieron al menos 2.200 personas, la mayor parte civiles, según los datos de la ONU, pero se salvó. Gracias a la ayuda de la organización no gubernamental Mundu Bat viajó de Gaza a Jordania y de allí a Bilbao, donde en el hospital de Cruces “hicieron todo lo que fue posible para salvarle el ojo”, afirma Eneko Gerrikabeitia, responsable de la ONG que puso en marcha una operación de crowdfunding y logró recaudar 8.000 euros para costear el viaje y la estancia del pequeño y su tía, que durante cuatro semanas vivieron en un apartamento de Atxuri.
Una nueva operación
La madre está totalmente cubierta con un niqab. Las autoridades israelíes no le permitieron salir de Gaza “por motivos de seguridad” y no pudo acompañar a su pequeño al País Vasco y tampoco lo podrá hacer en el futuro a Jordania, donde “Mohamed necesita volver para que le vuelvan a operar. Me pide varias veces al día que le limpie las gafas porque dice que están mojadas, pero es su ojo, cada vez más lloroso y con una visión cada vez más débil, según nos dicen aquí los médicos. Le pusieron un tipo de silicona que se ha desgastado y necesitan cambiar, tenemos que ir cuanto antes. También nos gustaría que volviera al País Vasco para que le puedan practicar una operación de cirugía estética”, confiesa la madre con impotencia. Desde Mundubat no se plantean un nuevo traslado a Bilbao, pero sí “facilitarle todos los trámites que podamos con el consulado en Ammán para que pueda viajar lo antes posible”, asegura en conversación vía Skype, Gerrikabeitia, que insiste en que “desde Bilbao no se puede hacer más por su ojo”.
La primera parte de la entrevista discurre en la sala principal del domicilio familiar, separada por unos tablones del cuarto atacado por Israel. Mohamed hace todo lo posible por pasar a la siguiente ronda de la Liga de Campeones en la partida que ha empezado en la tableta, rodeado de primos y hermanos. “Era el más listo de su clase, sacaba las mejores notas”, recuerda la madre. Su tío le ve “como un niño muy movido, igual que antes, el problema es que en cuanto llega el atardecer pierde del todo la visión y tiene que quedarse quieto porque ya no ve”.
Cada mañana la furgoneta del centro Al Nour acude hasta su portal y le lleva al único colegio para niños con problemas de visión en Gaza que tiene la UNRWA, agencia de Naciones Unidas para los refugiados palestinos. Allí estudian 126 niños, 51 de ellos totalmente ciegos. Mohamed espera en la fila junto a sus cinco compañeros de clase antes de subir las escaleras. Suena la sirena y a través de un megáfono uno de los profesores da instrucciones a los pequeños, de seis a doce años, para que hagan unos pequeños estiramientos con su brazos y aplaudan.
Mohamed sube hasta el primer piso y comparte aula con Ahmed, Mehdi, Farah y Hadil. Falta Sahed, una vecina de su mismo campo de refugiados que este curso ya no viene al colegio por las heridas sufridas en la guerra. Ha perdido las piernas. La profesora pide a los niños que saquen sus máquinas de braille y sus ábacos. “Se nota que es un niño espabilado. Lleva apenas un mes y medio con nosotros y avanza rápido. Aprovecha la visión que le queda en un ojo y eso le concede ventaja, pero no tiene la sensibilidad en los dedos que tienen sus compañeros, esa es la parte que tenemos que trabajar para que lea con rapidez”, indica la responsable de las clases de escritura y lectura.
“A mí lo que más me gusta es la clase de gimnasia”, responde Mohamed. La palabra gimnasia anima al pequeño a recordar, a viajar al pasado. “Kaixo, kaixo” (hola, hola en euskara), dice de pronto, “agur, agur, agur Bilbao” (adiós, adiós, adiós Bilbao)”, eleva la voz y sus compañeros repiten entre risas. “Es el único alumno que ha tenido la fortuna de ir a Europa para recibir cuidados y estamos muy agradecidos. La mayor parte de nuestros alumnos tienen estos problemas de visión por causas naturales, pero las tres guerras de los últimos seis años también nos están dejando nuevos casos como el de Mohamed”, lamenta el director del centro, Mohamed Farahat.
En el patio una gran tela de color negro cubre toda la superficie de juego para hacer sombra. El verano asoma en Gaza y las temperaturas pronto empezarán a subir y subir. Los niños juegan, gritan, se pegan y persiguen como en cualquier otro patio del mundo, pero a la una y media, cuando acaben las clases, volverán a la guerra diaria en la que se ha convertido la vida en la Franja tras la última guerra. Una guerra que Mohamed cada vez puede ver menos, pero que sufre hasta el último milímetro de su cuerpo.