Nunca había volado a Alicante y tampoco había estado en Murcia. Tampoco había leído nunca un libro sobre la Real Sociedad. Así me encontré en el asiento 16 A del vuelo 8387 de Iberia con el libro de Ander Izagirre (Donostia, 1976) ‘Mi abuela y diez más’ en las manos. Lo tenía desde hacía días llamándome sin cesar desde mi mesilla de noche, compartiendo espacio con ‘Dios es redondo’ de Juan Villoro, pero el primer libro que iba a leer sobre la Real Sociedad precisaba de un momento especial como un vuelo iniciático.
Apaguen los móviles y abróchense los cinturones de seguridad. La azafata da sus instrucciones y mi mente ya está en aquel jodido 8 de junio de 2008. Ander lo vio en un bar, yo estaba en Mendizorroza con mi mujer Aloña, la persona más de la Real que conozco en la tierra tras la muerte de mi colega Asier Aranguren en 2006. En el descanso no pude aguantar más los nervios y me fui a los servicios y no salí casi hasta el final, lo que permitió asistir en directo al vomitivo debacle en el tiempo de descuento. Digo vomitivo porque se me hizo un nudo en el estómago que me subió a la garganta y me impidió hablar en horas. Hacía como los niños que se tapan la cara cuando llega alguna escena de miedo en la película de la tele, más que miedo aquello daba terror. Me prometí no volver a un campo de fútbol y desde entonces, lo confieso, me pongo cardiaco hasta cuando la Real juega un cuadrangular en verano. Vitoria me dejó tocado y sigo en proceso de rehabilitación. No he tenido fuerzas ni para repasar los minutos en YouTube.
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“Mi abuela y diez más” repasa la historia del club desde su nacimiento hasta el presente. Un repaso melancólico desde la vida pre Atocha en Donostia hasta el actual Anoeta, un monumento al cemento cuyo arquitecto está claro que debía ser por lo menos del Real Madrid. Es la única explicación para meter a un equipo acostumbrado a aquellos partidos míticos contra el once merengue que repasa Izagirre, dramáticos desde los tiempos de Di Stéfano. Al elemento antimadridista extendido en la afición txuriurdin, forjado según el autor en una mezcla deportivo política, en mi caso se suma el antibarcelonismo desde que los catalanes compraron de una tacada en 1988 a Txiki, Bakero y López Rekarte, para la mayoría un honor, para mí un saqueo en toda regla. Pero por encima de estas dos fobias creo que Ander evita con elegancia referirse al eterno rival y al equipo al que más gusto da ganar en casa, el vecino de la A8 por el que la fobia también es un elemento generalizado. Esta omisión, sin embargo, no creo que abra las puertas a ‘Mi abuela y diez más’ al mercado vizcaíno.
Dejé mi tarjeta de socio en 2008. Al cambiar de vida y empezar a viajar tanto apenas podía acudir a Anoeta, pero cada fin de semana soy un alma errante que va buscando buenas conexiones de Internet para seguir los partidos desde Kabul, Islamabad, Teherán o Trípoli. Como Ander, soy adicto a la Real, no al fútbol. Me hice socio en el 2000, justo unos días después de que el club hiciera público el fichaje de Gyorgy Demetradze, aunque nadie me cree, yo confiaba en el ‘torpedo’ de Tbilisi y me parecía increíble verle de blanquiazul, aunque luego resultara un fiasco con solo un gol en dos temporadas en las que disputó apenas 14 partidos.
El avión avanza sobre un cielo azul con nubes blanquitas dispersas. Una señal de que también Alá es de los nuestros. No hay apenas turbulencias, todo invita a que no levante la mirada de las 109 páginas. A diferencia de otros libros, en este no hay una sola página de sobra. Tengo la misma sensación que tenía cuando compraba discos y los podía escuchar de la primera a la última canción sin tener que saltarme alguna, una sensación que se acabó con el ‘Nevermind’ de Nirvana editado en 1991.
Como el catering es de pago, miserable y rácano servicio el de las aerolíneas españolas, tampoco las azafatas acuden con sus carritos si no se les llama así que nadie me interrumpe en este exorcismo realista que Ander logra con sus recuerdos. Los guipuzcoanos somos muy de clan, lo más parecido que he visto a los pastunes afganos. Me he emocionado con los abuelos Carlos y Joxemari, he alucinado con el tío Patxi, he tarareado Siniestro Total con el tío Iñigo y me han saltado las lágrimas con la abuela Pepi. El autor ha tirado de su cantera familiar, como ha hecho la Real en los últimos años, para mostrar lo extraordinaria que puede ser la vida de unos seres de carne y hueso.
Yo nunca fui a Atocha de la mano de mi padre Miguel Angel, porque este no es aficionado al fútbol. Intentó que yo saliera cazador, pero salí futbolero y he sido incapaz de pegar un tiro en mi vida. Mediocre en el campo, y eso que lo intenté con toda mi alma tanto en Idiazabal como en Beasain hasta juveniles, pero gran coleccionista de cromos, balones de reglamento y fan de aquella Real de Atocha que repartía entradas y pases entre los jugadores federados de Gipuzkoa. Mi primera camiseta era de la marca ‘Rasán’ tenía la publicidad de Bankoa (cuando la Real anunció Niessen pensé nada más leer la noticia en El Diario Vasco que se trataba de un jugador danés, pero mi tío Josemari, otro gran aficionado, me aclaró el malentendido) y la compré en Shanti Kirolak de Tolosa en 1990, tras la llegada de Dalian Atkinson, el Chipirón. A finales de temporada se la cambié a un lector de ‘Don Balón’ que ofrecía en un anuncio por palabras una camiseta oficial de la selección de la URSS que había pasado por Huelva años antes. Me arrepentiré siempre, pero la verdad es que la camiseta soviética es de coleccionista, con la hoz y el martillo en un escudo de cuero y las letras CCCP en el pecho.
Ander recuerda el gol de Zamora. Pero mi familia no era futbolera así que creo que mi primer recuerdo realista fue en la final de Copa de Zaragoza de 1987 que la vi en Ataun junto a mi abuela Jesusa, que puso una vela a San Felicísimo y rezó no recuerdo cuantos padrenuestros para que el equipo ganara, y ganó. Desde entonces conservo el rito de las velas. Esa noche los tradicionales cohetes de Patxi Alcorta resonaron con fuerza en la cuenca del Agaunza. Después empecé a ir a Atocha a esa grada de pie donde los mayores meaban en botellas de Insalus porque no había manera de poder llegar al servicio cuando aquello se llenaba. De todos los partidos que vi allí me quedo con el europeo del Stuttgart de 1988 en el que Fuentes falló un gol cantado a puerta vacía que nos condenó a los penaltis donde los alemanes nos superaron. Creo que fue mi primer gran fiasco como aficionado, pero incomparable a lo de Vitoria.
El vuelo sigue sin incidencias. Ni una miserable turbulencia. Es el vuelo de ‘Mi abuela y diez más’. De nada ni nadie más, pero en vez de una crítica literaria esto es un strip tease realista que ha logrado sacar muchas cosas que llevaba dentro. El 4 de octubre de 2008 yo también vi el partido contra el Sevilla Atlético y es curioso que también quedó grabado en mi cabeza el cemento vacío del Pizjuán y hasta recordaba el nombre de Pukki como goleador de aquel bodrio. Pero después de mucho sufrir y penar por segunda, el 5 de junio de 2010 volví a un campo de fútbol a ver a la Real en directo. Viajé de Kabul a la capital gaditana y allí me reuní con mi mujer, hija y demás parientes que, gracias a las entradas facilitadas por Mikel Labaka, pudimos ver en directo el 1-3. Me volví a vestir una camiseta blanquiazul y desafiando el gafe de Vitoria entré al campo rezando a San Felicísimo y pidiendo que mi abuela Jesusa no frenara el ritmo de rosarios desde el cielo. Como fan de Demetradze, mi hombre en aquel equipo era Carlos Bueno, que no falló y con un hat trick (gracias Axel) nos dio paz y tranquilidad para subir a primera. Tengo debilidad por estos futbolistas capaces de lo mejor y de lo peor, gente que puede levantar a la grada o derrumbar un estadio de impotencia.
Animo a todos los que lo lean a que escriban unas líneas con sus experiencias realistas y se las envíen al autor. Será un ejercicio para que en el futuro aquellos que vengan a jugar, entrenar o dirigir la entidad no caigan en los errores que no hace mucho llevaron al club a una especie de torre de Babel inflada y sin personalidad. Que no, que este es el equipo de miles de Ander, Mikel, Pepi, Carlos, Joxemari… y eso es lo que queremos. Nada más.
El avión aterriza en una Alicante lluviosa. Me espera Vicente, voluntario de Médicos Sin Fronteras, para llevarme a Murcia donde la organización realiza una campaña de sensibilización. He visto cosas terribles en los últimos años de mi vida. Terribles. Ramón Lobo dice que estoy pasando por la crisis de los periodistas que nos dedicamos a conflictos y que nos damos cuenta que nuestro trabajo no puede cambiar nada. Quizás por esa mala conciencia, por ese realismo mío colaboro con MSF desde 2006 porque ellos sí que cambian las cosas sobre el terreno. Pese a todo, y como le ocurre al autor del libro, esté donde esté el resultado de la Real siempre es importante para mi estado de ánimo. Es algo frívolo e inexplicable, pero mentiría diciendo lo contrario. Es algo irracional que a Ander se le metió en el disco duro con la equipación que le dejaron los Reyes Magos en 1982 en casa de sus abuelos maternos y a mí con las bandejas de las dos Ligas que regaló la Kutxa y que estaban en todas las casas de la provincia y parecían no envejecer. Nos queda una hora de coche hasta Murcia y me suena el móvil. Es mi colega Mike Elkin que me llama para decirme que The New York Times publica un reportaje que les envié sobre Siria. Esta noticia se suma a la lista de primeras veces que ha rodeado a ‘Mi abuela y diez más’, un libro único y obligatorio para todos los que vemos el mundo del balón en blanco y azul.