DARAA. “¡Todos al minibús, vamos, vamos!” Los funcionarios del ministerio de Información están nerviosos. Un niño al grito de “¡abajo al régimen!” trata de atraer la atención de los cinco periodistas extranjeros que visitan la mezquita Al Omari, el lugar donde estalló la revuelta siria en marzo del pasado año cuando miles de personas secundaron una marcha para pedir la libertad de quince jóvenes encarcelados por escribir grafitis contra el sistema. Aunque el templo no está en el programa, los enviados del ministerio aceptan la sugerencia de los enviados especiales. A las tradicionales visitas a la gobernación y a las ruinas del palacio de Justicia y el edificio de la televisión nacional, atacados durante los primeros días de manifestaciones, se le suma una parada de cinco minutos frente a la mezquita de piedra negra, epicentro de las protestas, que termina de forma abrupta por el temor a que se repita una escena como la vivida con los observadores de la Liga Árabe que en pocos minutos fueron rodeados por una multitud.
Dara está en la frontera con Jordania, a unos cien kilómetros al sur de la capital, pero ya no hay camino seguro en Siria. El conductor está tranquilo porque viaja a primera hora de la mañana. En un viaje nocturno reciente desde Alepo a la capital unos desconocidos le dieron el alto, pero apretó el acelerador y saltó el control. Muchas bandas de criminales aprovechan el desconcierto general para cometer robos y secuestros exprés, algo a lo que los ciudadanos no estaban acostumbrados en este país.
El paseo oficial, escoltados por un vehículo de la Policía diplomática y otro todoterreno con hombres armados, discurre por una ciudad repleta de puestos de vigilancia. Los hombres, con chaleco, casco y uniforme verde oliva, se protegen detrás de sacos terreros en muchos de los cuales se aprecian impactos de bala. La estatua del anterior presidente en la plaza principal fue arrancada durante las primeras manifestaciones de marzo y el pedestal sigue vacío. Las habituales fotografías de Bashar al Assad y su padre que presiden lugares públicos y edificios oficiales en todo el país han sido destrozadas en su mayor parte. Un detalle al que resta importancia un agente de la Policía local “porque al propio presidente tampoco le gusta que su imagen esté en todos lados, por eso tampoco pensamos en volver a colocar su estatua”.