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Mohamed Al Azzeh toma impulso y lanza una piedra con todas sus fuerzas contra el muro. Lo que los israelíes llaman “barrera de seguridad” bordea el campo de refugiados de Aida en el que nació hace veinte años. Su familia llegó hasta Belén en 1948 huyendo de la ofensiva israelí que arrasó su aldea de Beit Jbrin, al norte de Hebrón. Nunca volvieron, pero conservan la llave de su casa. Este joven es uno de los cinco millones de palestinos que viven como refugiados en los 59 campos que mantiene Naciones Unidas en Cisjordania, Gaza, Jordania, Líbano y Siria y se siente olvidado por el presidente Mahmoud Abás porque “se ha centrado en las fronteras de 1967, pero no ha dicho nada de nosotros, de la mayor parte de palestinos y el derecho al retorno a nuestras tierras. ¿Qué pasa con las víctimas de 1948?”, se pregunta este joven activista de la organización no gubernamental Centro Lajee donde imparten cursos de fotografía y video a los más jóvenes.
Desde la azotea de la oficina del Centro Lajee casi se toca el muro con la mano. La torre de vigilancia está chamuscada por el lanzamiento de cócteles molotov y el gris del cemento se ha disfrazados con murales y grafitis, algo que “a los israelíes les gusta porque así la pared parece menos fea, yo prefiero que esté con su color gris original para que muestre toda su crueldad”, dice Mohamed para el que el futuro pasa “por seguir con la resistencia, pero de una forma más inteligente que en el pasado y sobre todo por la unidad de todas las facciones, una sola voz es imprescindible para ser fuertes”.