AQERBAT. “¡Para el coche!” Es un grito que sale de dentro al darse de bruces a la entrada de Aqerbat con una típica escuela de la Siria rural, el típico edificio de una planta que el Gobierno construyó en todo el país. Los muros amarillos están cubiertos por las banderas negras del grupo yihadista Estado Islámico (EI) y por versículos del Corán escritos sobre fondo blanco. Todo está intacto. Parece que en cualquier momento un barbudo vestido con salwar kamize va a salir de este edificio, reconvertido por el califato en el Órgano de Servicios Públicos en el Estado de Hama, para dar los buenos días.

Hay que seguir los pasos del oficial de la Inteligencia Militar siria que conoce muy bien esta localidad que fue el feudo del EI en la provincia de Hama hasta octubre y cuya liberación supuso un punto de inflexión en la guerra de Siria porque marcó el inicio del avance hacia Deir Ezzor. El suboficial Mohamed Safetli es de Burry, aldea alauí, rama del islam chií a la que pertenece la familia del presidente Assad, que marcaba la frontera entre el califato y la Siria del Gobierno, el límite que los yihadistas no pudieron cruzar en su camino a Hama, ciudad ultraconservadora del centro de Siria que siempre soñaron con sumar a su territorio.

“Mucho cuidado a la hora de poner los pies en esta zona. Estamos trabajando en el desminado, pero no hemos terminado y hemos perdido varios hombres por culpa de los artefactos explosivos improvisados”, advierte el suboficial mientras avanza hacia el interior de la antigua escuela. Dentro solo hay libros del ministerio de Educación tirados por todas partes, pupitres abandonados y poco más. Los responsables de inteligencia sirios se han llevado todo el material dejado por unos yihadistas que, ante el empuje del Ejército y sus fuerzas aliadas (Rusia, Hizbolá y las milicias chiíes iraquíes) huyeron a la provincia de Idlib y abandonaron este punto clave para las conexiones entre Damasco, Alepo y Deir Ezzor.

La huida ha sido de apenas de treinta kilómetros hacia el norte, donde siguen los combates y los bombardeos se escuchan de forma nítida en Aqerbat, una localidad de no más de 3.000 habitantes situada en mitad de una gran llanura y que tiene una decena de pedanías. Es tierra de olivos, ajos y cebollas, pero ahora es una zona fantasma a la que no ha vuelto un solo civil y donde “antes de que una familia pueda regresar habrá que mirar bien las conexiones que tuvo con el EI, hablamos de pedanías enteras que estaban al cien por cien con los terroristas y ese tipo de gente no puede volver porque son un riesgo para la seguridad nacional”, apunta el suboficial Safetli, que conoce a la perfección el terreno que pisa y que lleva 18 años en las fuerzas armadas, los últimos seis de batalla en batalla.

Jaula para detenidos

Unos kilómetros más adelante, en un cruce de carretera, una jaula negra y blanca descansa junto al asfalto. Ahora está vacía, pero su interior revela toda la crueldad del sistema de terror impuesto por unos yihadistas que “en este caso encerraban aquí a los detenidos para que se asaran de calor en verano y se helaran en invierno, pero siempre a la vista de todos los que pasaban, para que sirviera de ejemplo”, apunta el militar mientras tira del candado, aún cerrado. Estas jaulas estaban presentes en todas las plazas del califato y en otros lugares se empleaban como lugares de tortura o para el asesinato de reos, como en el caso del piloto jordano Moaz al Kasasbeh, a quien quemaron vivo entre rejas y ante las cámaras.

La jaula está intacta y, de nuevo, uno tiene la sensación de que puede llegar una de las furgonetas del califato con presos en su interior para someterlos a este castigo público. A la entrada del casco urbano de Aqerbat se encuentran la oficina de arrepentimiento (taubah), la de información, a la que acudían aquellos miembros de otras facciones que querían afiliarse al EI, y el Tribunal de la sharia (ley islámica). Los eslóganes y banderas del grupo lucen impecables en la parte exterior de cada edificio, pero de nuevo, por dentro, nada recuerda el paso de los seguidores del califa. Sale humo de la escuela, algún soldado ha encendido una hoguera para calentarse y ha cogido fuego el almacén de libros. A unos pasos está el ayuntamiento, este sí que ha sufrido graves daños, como el resto de la calle principal. Rusia atacó desde el aire y el mar y una parte de Aqerbat es una sucesión de edificios en ruinas. Lo que sobrevivió a los ataques fue saqueado, como ocurrió en lugares como Palmira tras la caída del califato.

Apoyo local al EI

El apoyo de la población local al EI “era muy amplio, aldeas enteras estaban con ellos”, señala el militar a la boca de un túnel que ya está limpio de explosivos. Se trata del refugio cavado en el interior de su casa por uno de los emires locales para estar a salvo de bombardeos. La casa está destrozada, pero el pasadizo permanece intacto. “Era la vivienda de un importante terrateniente que desde 2011 apoyó a la oposición”, apunta el suboficial, que recuerda que esta zona fue primero del Ejército Sirio Libre y del Frente Al Nusra, brazo de Al Qaeda en Siria, antes de pasar a formar parte del califato.

Hay que alejarse del centro urbano para visitar los talleres para la fabricación de proyectiles y el de explosivos, donde el suelo está repleto de baterías, temporizadores y todo tipo de cables necesarios para fabricar coches y chalecos bomba para los kamikazes, el arma más mortífera del EI. En estos lugares se prepararon los vehículos que sembraron el terror en las aldeas vecinas a base de atentados en los años 2013 y 2014, cuando los yihadistas buscaban expandirse en Siria.

En las mejores casas se lee la pintada “habitado” (maskun) y son las que ocuparon los yihadistas venidos de otros lugares, tanto de Siria como del extranjero. Funcionarios del Gobierno, miembros de las fuerzas de seguridad y todo aquel leal a Damasco, no tuvo más remedio que escapar cuando el lugar cayó en manos opositoras y sus casas fueron ocupadas. “Es imposible explicar el éxito del Daesh sin tener en cuenta el apoyo exterior que recibían de países como Turquía, Arabia Saudí, Catar o Estados Unidos y volverán, estoy seguro que volverán si no controlamos las fronteras, si no se detiene esa ayuda externa y si se reactivan las células durmientes, porque ellos siguen teniendo seguidores entre nosotros”, advierte el suboficial resignado.

La Comisaría de Policía Islámica (Al Hisbah) está reventada. Desde sus escombros se divisa a lo lejos la jaula en la que encerraban a los detenidos. Los vehículos que pasan ahora son los de los militares que patrullan la zona, ninguno más tiene acceso. Es el único sonido que se escucha en una Aqerbat muerta, teñida del negro de las banderas de un EI que ahora resiste al sur de Idlib, en zonas aisladas del desierto fronterizo con Irak y en un pequeño enclave al sur de Siria, cerca de Israel y Jordania. “No hemos borrados los símbolos porque nuestro trabajo ha sido borrar a los terroristas de este lugar y limpiarlo de minas, las banderas y la jaula las quitará el nuevo ayuntamiento”, responde el suboficial Safetli cuando se le pregunta por toda la simbología yihadista instacta. Aún estando muerto, Aqerbat da miedo.