KABUL. En el hospital Indira Gandhi de Kabul muere cada semana una media de dos niños por desnutrición. Una fría estadística que se hace realidad en las tres habitaciones de la Unidad de Desnutrición que los responsables han adecuado para poder atender a los pequeños que vienen de todo el país. Bahara ha cumplido un año y pesa cuatro kilos. Su madre viajó desde Parwan a Kabul hace quince días «porque se moría» y, según las enfermeras, no podrá ser dada de alta hasta que llegue a los 5,2 kilos. Junto a Bahara, otros treinta niños tratan de recuperarse en este centro. Sus cuatro hermanos le esperan con su padre en el jardín de entrada a este hospital. Toda su energía se concentra en sus ojos, unos enormes ojos marrones que parecen querer devorar cada instante de vida que se pone frente a ellos. «¿Crees que alguien que tiene a su hijo así puede estar interesado en las elecciones?», se pregunta el Director del centro, el doctor Nourolhaq Yusefzai. Los profesionales a sus órdenes reciben un sueldo medio de 10.000 afganis mensuales, unos 140 euros al cambio, y tiene que completar su equipo con estudiantes en prácticas y voluntarios para atender las 370 camas.

El director del centro no oculta su indignación con unos comicios que han costado una verdadera fortuna -más de trescientos millones de euros- mientras en sus habitaciones cada semana mueren niños de hambre. «Con lo que cobra uno solo de los soldados internacionales, tenemos para el presupuesto de un mes», lamenta. Los niños apenas lloran. No protestan. Algunos duermen bajo las mosquiteras y parecen cadáveres. Permanecen en sus camitas boca arriba bajo la atenta mirada de las madres que miran una y otra vez las cartulinas con las anotaciones de sus pesos, desesperadas por cada día que pasa sin que engorden. Sherifa tiene ocho meses e ingresó pesando tres kilos y medio. Acaba de superar los cuatro y su madre espera regresar pronto a Kandahar, al sur del país, donde le esperan otros siete hijos. «Es la segunda vez que le tengo que traer por culpa de los problemas que tiene en el estómago», susurra la madre escondida tras un pañuelo oscuro. «La mayor parte de ellos son muy pobres y a esto se le suma que son incultos», asegura una de las enfermeras que se dispone a pesar a Momenar. Desnudos y sujetados por arneses, se cuelga a los niños de un peso que es el que dicta sentencia cada jornada. «Nueve kilos y medio», anota en su inseparable cuaderno. Momenar tiene tres años. La malnutrición crónica afecta al 54 por ciento de los menores de cinco años en Afganistán, según datos de UNICEF, «una cifra altísima cuya razón es una mezcla entre la pobreza y la ignorancia», asegura Farida Ayari, funcionaria de la agencia de Naciones Unidas para el cuidado de la infancia. El 68 por ciento de los niños del país está por debajo del peso para sus edades y el índice de mortandad entre las parturientas sólo es superado por Sierra Leona. Hoy no dan ningún alta en el hospital. Mojgham es quien más preocupa porque no está respondiendo bien al tratamiento. Cubierta por un pijama naranja, sus puños cerrados parecen querer luchar cada vez que respira. Lo hace de forma muy pausada. Ella está sola, su madre ha tenido que ir a casa a cuidar de la prole. Duerme, pero no parece tranquila. Su estado arroja muchas dudas y mañana puede ser un día clave para saber si sobrevivirá o no.