MOSUL. En Mosul no suenan sirenas de ambulancias porque los heridos llegan a los hospitales de campaña en los blindados del ejército iraquí. El grupo yihadista Estado Islámico (EI) resiste hasta la muerte en apenas unos cientos de metros de una ciudad vieja de la que cada día escapan miles de civiles, son los últimos y las autoridades les consideran el núcleo más duro de fieles del EI. Los soldados vuelan al volante de los blindados para trasladar a las víctimas hasta un hospital abierto en un bajo comercial, que antes de la guerra ocupaba una imprenta. Han retirado la maquinaria para colocar cuatro camillas y “por aquí pasan miles de personas, es un goteo constante porque los combates se producen en una zona donde quedan muchos civiles y ellos son los que están pagando el precio más alto en esta lucha”, confiesa Chris, un voluntario estadounidense de la ONG especializada en atención médica en zonas de conflicto Global Response Management (GRM), que lleva desde febrero en Mosul.

Este joven californiano trabaja con una decena de compatriotas en el servicio médico de este centro improvisado en el que han escrito en la pared principal “Fuck Isis” (Jódete Isis). Justo cuando se dispone a repasar algunos detalles de su misión llega un Hummer con una anciana y varios niños heridos y sale disparado. Se abre la puerta trasera y van desfilando los pasajeros en estado de shock. A la anciana le sacan en brazos y le tumban rápidamente en una camilla. “Somos vecinos, pero no familiares. Estos niños han perdido a sus padres, están huérfanos, ¿qué va a ser de ellos?”, pregunta Yehya Naswani, con un tono de voz apenas audible. Tiene miedo de hablar con la prensa por si alguien del EI podría ver luego sus declaraciones. Está pálido y famélico y, tras un largo silencio, recuerda que “los últimos días han sido durísimos. No hay comida, ni agua, pero no podíamos salir porque el Daesh (acrónimo en árabe de Estado Islámico) no lo permitía, nos tenía como secuestrados. En cuanto retrocedieron, nosotros huimos sin mirar atrás”.

Yahya tiene el pecho descubierto, como marca la norma de las fuerzas iraquíes para que no se cuele un suicida con un chaleco de explosivos adherido al cuerpo, y mientras habla con el extranjero un agente de la seguridad militar no le quita ojo. Hay una enorme desconfianza en los hombres que salen a estas alturas de la zona del califato y todos pasan varios interrogatorios antes de que se les permita ir a un campo de desplazados o cruzar a la otra orilla del Tigris, en la que la vida poco a poco recupera algo parecido a lo que puede considerarse normalidad en estas circunstancias.

Futuro incierto

La operación militar que arrancó en octubre parece que toca a su final en Mosul y el trabajo se acumula en oficinas como la de Andrés González, palentino de 48 años que es responsable de Oxfam Intermón en Irak. En estos momentos hay 3,3 millones de desplazados por culpa del EI y solo la crisis de Mosul ha obligado a levantar 19 campos en los que han encontrado refugio 330.000 personas. “Con la toma de Mosul no se acaba el problema, ahora hay que intentar que la gente regrese a sus ciudades y pueblos, que han sufrido una grave destrucción y no hay servicios básicos… ahora es cuando empieza el verdadero problema”, opina este profesional de la cooperación con experiencia en Afganistán, Líbano o Territorios Palestinos, que lleva más de dos años en el país.

Este regreso será imposible para aquellos que se compruebe que han colaborado con el EI y ya han comenzado los problemas en el seno de la comunidad suní en la que los extremistas encontraron cobijo hace tres años para imponer su ideario. “Ya hay asesinatos, quema de casas… hay ganas de venganza y por eso hay cientos de miles de personas que nunca podrán regresar”, adelanta González. Se trata de colaboradores del EI, de la gente que trabajó a las órdenes del califato, pero también sus familiares, y a los que sus vecinos no han tardado en identificar y denunciar.

Las agencias de seguridad iraquíes hacen un especial esfuerzo para controlar uno por uno a los civiles que salen de la ciudad vieja en estos últimos estertores de un califato al que en Mosul solo le queda ya la defensa de “unas decenas de terroristas extranjeros”, según declaró el comandante de la Policía federal, Raid Shaker Yaudat. A pocos metros del hospital de campaña ‘Fuck Isis’ hay una mezquita en la que se ha establecido lo que parece un centro de distribución de ayuda, pero que es un filtro más de seguridad de los que deben superar los civiles antes de permitirles irse a un campo o al este de la ciudad. “A estas alturas de la batalla todos son sospechosos y no te puedes fiar, cualquiera puede ser del EI”, afirma uno de los agentes que custodia la larga cola que se ha formado a las puertas de un templo en perfecto estado en mitad de una calle machacada por los combates.